Manuel Toscano-Vozpópuli
Nos guste más o menos, la Constitución protege también las libertades de quienes la rechazan
No sé si es buena noticia para los penalistas, pero el nuevo Gobierno de coalición ha puesto el Código Penal en el primer plano del debate público. Sus primeros anuncios han sido proyectos de reforma de las leyes penales. Primero fue la propuesta de modificación del delito de sedición, supuestamente para acomodar la norma a unos estándares europeos que nadie ha sabido explicar; eso sí, el anuncio se realizó al poco de negociar la investidura con un partido cuyo líder está condenado en firme por el mencionado delito. Después ha venido el anuncio de que introducirán el consentimiento expreso («solo sí es sí») en la tipificación del delito de agresión sexual. Y hace unos días Adriana Lastra adelantó que reformarán el Código Penal para que «la apología y exaltación del franquismo sean al fin un delito».
El anuncio no coge de sorpresa. El programa electoral del Partido Socialista en las últimas elecciones generales incluía un paquete amplio de medidas referidas a la memoria histórica, con el declarado propósito de «desterrar definitivamente de nuestra sociedad el franquismo y todo lo que representó» Lástima que el redactor del programa no revisara el párrafo, pues a continuación sigue un anacoluto en forma de disyuntiva con el que el lector no sabe muy bien qué hacer: «O apoyar (sic) a fuerzas que, por acción u omisión, manifiestan un visible desprecio por las víctimas de aquella barbarie fascista». Parece como si por un momento hubieran cambiado de bando.
Las medidas anunciadas son numerosas, pues van de la reforma integral de la Ley de Memoria Histórica de 2007, o el programa para la exhumación de fosas comunes, a la creación de un Consejo de la Memoria. Sin embargo, en ningún momento se habla en el programa electoral de convertir en delito la apología del franquismo. Lo más lejos que se llega allí es a proponer los cambios legislativos oportunos para declarar ilegales aquellas asociaciones o fundaciones «que públicamente inciten directamente o indirectamente al odio o violencia contras (sic) las víctimas de la Guerra Civil o el franquismo». Sí aparece la idea de prohibir «la exaltación y enaltecimiento del franquismo», aunque restringida a «los lugares de acceso público», en el acuerdo de gobierno suscrito con Unidas Podemos en diciembre pasado.
En 2002 todos los grupos parlamentarios consensuaron en la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados una enmienda transaccional en la que se condenaba el franquismo
«En democracia no se homenajea a dictadores ni tiranos», declaró contundente la vicesecretaria del PSOE y portavoz parlamentaria socialista durante el desayuno en que avanzó la reforma penal. Es difícil no estar de acuerdo si hablamos de lo que sería deseable. En una cultura democrática madura están fuera de lugar las loas a los dictadores o el enaltecimiento de regímenes o doctrinas antidemocráticas, ya sean de derechas o de izquierdas. Pero es aquí donde las cosas se vuelven menos claras para algunos. De tomar lo dicho por Lastra como observación empírica, encontramos llamativos contraejemplos; sólo hay que mirar el historial de alguno de los flamantes ministros del Gabinete y sus simpatías por gobiernos nada democráticos.
La cuestión ahora no es la condena pública del franquismo, ampliamente compartida en la sociedad española y que ha sido reiterada desde las instituciones. En 2002, por ejemplo, todos los grupos parlamentarios consensuaron en la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados una enmienda transaccional en la que se condenaba el franquismo y se hacía un reconocimiento moral a las víctimas de la Guerra Civil, a quienes fueron represaliados por la dictadura o tuvieron que exiliarse. Si recordamos, aquella resolución con fecha 20 de noviembre fue aprobada por unanimidad en una legislatura en la que el Partido Popular gobernaba con mayoría absoluta. Es un ejercicio instructivo repasar las actas de aquel debate parlamentario para comprobar la distancia que va de entonces a hoy en la forma de abordar el asunto; por no mencionar la melancolía que produce leer la intervención de Alfonso Guerra o el tono de los representantes de la minoría catalana o de Izquierda Unida, López de Lerma y Felipe Alcaraz respectivamente. Ya se sabe que las comparaciones son odiosas.
Libertades protegidas
Cosa bien distinta es convertir en delito la difusión de opiniones antidemocráticas, en este caso la defensa del franquismo. Una reforma penal como la que se plantea tropieza en principio con el límite que fijan ciertos derechos fundamentales, como la libertad ideológica o la libertad de expresión que es inseparable de ella, a la actividad del legislador. Hablamos de derechos que tienen una especial trascendencia, pues afectan núcleo mismo de las libertades constitucionalmente protegidas. Como el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo ha declarado, no sólo es un derecho individual básico, sino que constituye un pilar fundamental de una sociedad democrática. Sin la libre difusión y discusión de hechos y opiniones no cabe una sociedad libre: es indispensable para la preservación de otros derechos, como el ejercicio del sufragio o la participación política; sin ella quedarían vaciadas de sentido las instituciones representativas y no cabría control del poder. De esa comunicación pública libre se nutre la vida misma de una sociedad democrática, como se ha dicho tantas veces. De ahí que solo quepa limitar su ejercicio por razones muy tasadas.
¿No podría alegarse, en consonancia con las palabras de Lastra, que en una sociedad democrática deberían permitirse todas las opiniones, salvo aquellas que sean contrarias a los valores y principios democráticos? En tal caso, se estaría invocando la necesidad de que un régimen democrático adopte medidas preventivas de carácter represivo, como prohibir partidos y asociaciones antidemocráticas y cercenar las libertades de sus partidarios, con el fin de protegerse de sus enemigos. Es lo que se conoce como «democracia militante», acuñada en los años treinta por Karl Loewenstein. A la vista del modo en que la República de Weimar fue destruida desde dentro, usando las propias instituciones democráticas, Loewenstein concluyó que un régimen democrático tiene que defenderse recurriendo sin complejos a medidas autoritarias. Mucho antes que el emigrado alemán, ya dejó dicho Saint-Just que no puede haber libertad para los enemigos de la libertad.
Los poderes públicos no pueden usar el Código Penal para controlar, seleccionar o determinar la mera circulación pública de ideas o doctrinas
No son pocos los problemas que plantea la democracia militante (por ejemplo, quién determina quiénes son los enemigos de la libertad) y el precedente del jacobino no es alentador. En cualquier caso, la democracia española no lo es. Por eso, esta propuesta de reforma del Código Penal choca frontalmente con la doctrina del Constitucional, para el que un modelo de democracia militante, al estilo de la República Federal de Alemania, no es posible bajo nuestra Constitución. Como ha explicado el Tribunal en alguna de sus resoluciones, la Constitución protege también las libertades de quienes la rechazan. Nos guste más o menos, bajo ella la libertad de opinión y de expresión cubren toda clase de creencias por equivocadas, peligrosas o repulsivas que resulten, incluidas las de quienes atacan al propio orden constitucional.
Cabe imponer el respeto a la Constitución, pero no exigir la adhesión a sus postulados, y eso significa trazar una línea entre las actividades contrarias a la Constitución, que sí podrían ser penalizadas, y la mera difusión de opiniones contrarias a ella. En suma, los poderes públicos no pueden usar Código Penal para controlar, seleccionar o determinar la mera circulación pública de ideas o doctrinas. Así lo sostiene el Constitucional.
Por lo demás, todo el asunto suscita perplejidad. Si hacen falta medidas represivas en defensa de la democracia, habrán de ser proporcionales a la gravedad de la amenaza. Pero si ha habido un ataque serio contra la democracia constitucional en España y los derechos de los ciudadanos no ha venido de un franquismo residual, sino de los secesionistas catalanes que intentaron quebrar el orden constitucional en 2017; algunos de sus líderes aún proclaman que lo volverán a repetir. Por lo que se ve, es más apremiante protegernos del pasado que defender las instituciones en el presente. De lo que sólo cabe concluir que estamos ante un uso espurio, demagógico, de la retórica de la democracia militante, sin más recorrido que el cálculo electoral.