La suplantación de los partidos políticos por los regímenes totalitarios reaparece ahora en la presentación del plan de Ibarretexe.
Con independencia del fervor que cada uno de nosotros sienta por la Constitución española, todos estamos de acuerdo en que determinadas partes de su contenido son elementales declaraciones, comunes al constitucionalismo de cualquier Estado de Derecho. Entre estas normas, que podríamos denominar como de ‘general aceptación’, se incluyen los artículos 6 y 7, referidos, el primero, a los partidos políticos, y el segundo, a los sindicatos y asociaciones patronales.
Recordemos que la Constitución instauró la democracia en España después de largos años de una dictadura corporativa que se autodenominó ‘democracia orgánica’. Sostenían los promotores del Estado fascista (en Italia, Alemania y España) que los partidos fomentan la división política de la sociedad, división de la que se derivan gravísimos y múltiples daños al cuerpo social, por lo que resulta imprescindible una terapia, incluso sangrienta, con el fin de ‘salvar a la patria’. La representación colectiva de los ciudadanos, se decía, no debe discurrir por un cauce artificial (como la política) sino por un cauce ‘natural’ que, partiendo de la familia, llega a la ciudad y al trabajo. Familia, municipio y sindicato. Sindicato único, se entiende, de modo que desde 1939 hasta 1977, partidos políticos y sindicatos libres estuvieron tajantemente prohibidos por nuestro bien, para no fomentar la división entre españoles.
Este recordatorio ilustra la singular importancia de la constitucionalización democrática de partidos y sindicatos. Hay constituciones que no mencionan tales funciones y no dejan de ser por ello democráticas a carta cabal. Ahora bien, entre nosotros, tiene mucho valor que se proclame no sólo la libertad política (artículo 1) sino que se señale que la «expresión del pluralismo» y la «formación y manifestación de la voluntad popular» corresponden a los partidos políticos. Y a nadie más, podríamos añadir, afortunadamente. Desaparecen los llamados ‘poderes fácticos’. En un régimen de plena libertad ideológica cada cual puede expresar su opinión ‘particular’ pero sólo un sistema construye la opinión común, la voluntad popular: el libre, igualitario y plural debate democrático de partidos.
¿Qué papel queda reservado para los sindicatos y asociaciones empresariales, antaño cauce de aquella estrafalaria pseudorrepresentación política por el ‘tercio sindical’?: la «defensa y promoción de los intereses económicos y sociales que les son propios», es decir, intereses particulares, no políticos, no generales. Lo mismo cabe decir de cualesquiera asociaciones (con el único requisito de que persigan fines lícitos y no tengan carácter secreto o paramilitar).
Si ésto es así, si España (y por ello, Euskadi) es una democracia parlamentaria, ¿por qué una propuesta política como la que plantea el lehendakari Ibarretxe se somete a una ronda de presentación-consulta-solicitud de aquiescencia, por cuyo confesionario pasan, una tras otra, distintas organizaciones que no representan, ni pueden, ni lo pretenden, opiniones políticas sino sus particulares y plenamente legítimos intereses? ¿Qué se busca con esta (falsa) dicotomía entre partidos políticos (despreciables) y una hipotética sociedad civil vasca más representativa?
Al sacar el debate político de su seno (las instancias en las que trabajan los partidos políticos, fundamentalmente el Parlamento) se lleva la semilla de la división política a unos terrenos donde no puede ser gestionada, reducida o solventada conforme a las técnicas que siglos de desarrollo político han puesto en nuestras manos: los procedimientos jurídico-parlamentarios.
¿Por qué razón deberían los sindicatos, patronales, asociaciones culturales, deportivas, etcétera, pronunciarse sobre propuestas políticas generales? ¿Se busca arrastrar a estos entes, lógica y naturalmente apolíticos (salvo para la defensa de sus intereses), a la división política interna? ¿Se es consciente del daño que se puede estar haciendo con ello al país?
La construcción del tejido social es un proceso lento y autónomo en el que los poderes públicos deben asumir, como mucho, un papel de fomento y apoyo. La politización (y no es otra cosa la exigencia o ‘sugerencia’ de un posicionamiento respecto de cuestiones que pertenecen por entero al ámbito del debate político) es veneno mortal para las asociaciones o corporaciones privadas y no resulta menos letal para la democracia misma.
La suplantación de los partidos en el debate de las cuestiones que conforman la voluntad popular (es decir, de los conflictos políticos) es una invocación temeraria al fantasma del totalitarismo corporativo. La deslegitimación de los partidos a la búsqueda de una conexión mesiánica ‘lider-pueblo’ es la deslegitimación de la propia democracia.
La cuestión, en fin, no estriba tanto en que la respuesta dada por los representantes de las organizaciones consultadas guste o no guste (algo que, por otra parte, siempre ocurrirá). Lo terrible es poner a los mismos en semejante disparadero, crucificándolos absurdamente entre sus opiniones personales, sean cuales sean, la cortesía debida al más alto representante del País Vasco que los convoca y la objetiva extravagancia de unos planteamientos ajenos completamente a la misión de la organización representada. Todo ello contribuye a abonar, un poquito más si cabe, el desprestigio suicida de una función tan imprescindible para la vida en libertad como es la política.
Rafael Iturriaga Nieva, EL CORREO, 12/11/2002