JOSÉ MARÍA RIDAO-EL PAÍS
- Los que critican la Constitución del 78 suelen denunciar la baja calidad del sistema político en España, como si ese concepto fuera un principio capaz de legitimar cualquier iniciativa, dentro o fuera de las leyes
Los episodios de violencia perpetrados en Barcelona y otras ciudades a raíz del ingreso en prisión de un cantante de rap condenado por sentencia firme han dado lugar a varias controversias simultáneas, relacionadas con los límites de la libertad de expresión, la situación de los jóvenes en España o, en fin, la calidad de la democracia establecida por la Constitución de 1978. Son cuestiones distintas y de entidad suficiente como para no mezclarlas con la violencia: ni para intentar legitimarla, como han pretendido sus promotores, ni para buscar excusas que permitan seguir cerrando los ojos a los problemas que deberían haberse abordado en cualquier caso, con o sin escenas de fuego y destrucción en las calles.
En un país en que, como en España, dar publicidad a sumarios judiciales secretos filtrados delictivamente se considera el derecho y el deber de un sedicente periodismo de investigación, es evidente que existe un problema con la definición de algunas libertades relacionadas con lo que se puede y no se puede decir en público, y no solo porque un rapero invoque el arte para justificar exabruptos de odio más inspirados por el fanatismo que por las musas. La desorientación en la definición de la libertad de expresión ha llegado a tales extremos que, enfrentados los medios de comunicación al caso de un antiguo comisario que puso un negocio de espionaje, existen todavía dudas acerca de si deben publicar o no el contenido de sus muchos años de grabaciones ilegales. En realidad, ¿tiene sentido invocar la libertad de expresión para justificar que los medios actúen como el comisario pretende que actúen, esto es, como cooperadores necesarios en los chantajes con los que primero buscó lucrarse y ahora obtener la absolución de sus presuntos delitos? Y todavía más, ¿dónde está la noticia para la prensa democrática, en el contenido de unas grabaciones ilegales que, eventualmente, podrían contener indicios de criminalidad que investigarían los jueces, o, por el contrario, en el hecho de que un antiguo funcionario pretenda forzar el normal funcionamiento de los tribunales?
Por lo que respecta a la situación de los jóvenes en España, los equívocos no son menores que los que afectan a la libertad de expresión, y también han circulado antes y después de la reciente violencia callejera. A los jóvenes se les dice que su generación será la primera que vivirá peor que sus padres, dándoles a entender que son víctimas de un drama inédito en la historia. Lo más grave de esta afirmación no es que niegue la evidencia de que los jóvenes que sobrevivieron a las trincheras de 1914 y a las sucesivas carnicerías entre 1936 y 1945, por no hablar de las guerras coloniales y anticoloniales, tuvieron que desarrollarse como hombres y mujeres en un mundo destruido, infinitamente peor que el de las generaciones que los precedieron. No, lo más grave es que alimenta el mesianismo político en detrimento de las respuestas democráticas ante la vieja y humillante injusticia que padecen los jóvenes de nuestra época, pero que también padecieron los de otras. No por invocar el antifascismo se tiene enfrente al fascismo, ni, lo que es peor, se libra nadie de reproducir sus siniestras estrategias contra la democracia. La intolerable precariedad que padecen los jóvenes en España no es consecuencia de un estado de cosas nunca visto, sino de un recurrente y trágico error político que Manuel Chaves Nogales supo advertir con claridad en la Alemania que se aproximaba al abismo. En aquella Alemania, escribió Chaves, “el hombre laborioso y capacitado” consagraba “su juventud a adquirir una técnica difícil” y luego, “con sus diplomas en los bolsillos”, se veía condenado a “envejecer y morir en la miseria, sin que el mundo le haya ofrecido jamás la ocasión de ser útil y sin que haya podido probar si servía o no”.
Las causas de esta situación, germen de cuanto sucedió en los años siguientes, no fueron imputables únicamente a los partidos alemanes, porque también la propiciaron las potencias vencedoras del 14 al desentenderse de los efectos económicos y sociales de las reparaciones de guerra exigidas a Berlín. Pero el punto en el que los partidos alemanes sí contrajeron una responsabilidad propia e intransferible fue en la destrucción del sistema político de Weimar, bloqueando la formación de mayorías parlamentarias estables y, por esta vía, impidiendo que los sucesivos gobiernos abordaran con determinación problemas tan acuciantes como el de la juventud que describió Chaves. La excusa de unas fuerzas y otras para ahondar en un desastre previsible invocaba los defectos reales o supuestos de la Constitución de Weimar, como si las lagunas de un sistema democrático fueran un salvoconducto para explotarlas en beneficio propio en lugar de un inexcusable motivo para promover los acuerdos políticos que permitan colmarlas entre todos. En este sentido, la historia de Europa ha sido habitualmente injusta con la Constitución de Weimar, haciendo recaer en sus disposiciones —o por decirlo con términos de actualidad, en la calidad del sistema político que instauró— responsabilidades que en realidad correspondían al oportunismo suicida de los partidos. De ahí la paradoja de que, denostada por la historia, la Constitución de Weimar haya seguido inspirando, sin embargo, algunas de las leyes fundamentales en las que se apoyan grandes democracias de nuestro tiempo.
Conviene decirlo sin alarmismo, pero también sin rodeos: el horizonte que podría vislumbrarse para la Constitución de 1978 recuerda demasiado al que terminó devorando a la Constitución de Weimar, debido a que está generalizándose entre los partidos españoles una actitud fundada en equívocos interesados y no muy distintos de los que proliferaron entonces. Nada hay de reprochable en el hecho de que los académicos debatan sobre la calidad de los sistemas políticos democráticos, puesto que esos sistemas constituyen, precisamente, su objeto de estudio, y los baremos y clasificaciones que emplean son sólo eso, baremos y clasificaciones, válidos para la elaboración de esquemas teóricos. En términos políticos, sin embargo, entablar debates sobre la “calidad” de un concreto ordenamiento constitucional confunde planos que deberían estar rigurosamente separados, estableciendo una peligrosa pasarela entre sus defectos, reales o supuestos como en la Constitución de Weimar, y su legitimidad. Esta es la razón por la que los partidos que proponen prescindir de la Constitución del 78 empiezan siempre por denunciar la baja calidad del sistema político en España, como si ese concepto, la calidad —de la que, por lo demás, ellos se erigen en únicos intérpretes—, fuera un concepto o principio democrático capaz de legitimar cualquier iniciativa, dentro o fuera de las leyes.
La realidad política alemana que sucedió a la destrucción de la Constitución de Weimar es sobradamente conocida, y es aquí donde los paralelismos con la Constitución de 1978 y la realidad política española dejan de servir. Y la razón por la que dejan de servir es que nadie puede profetizar qué ocurriría si el ordenamiento del 78 acabara resultando inservible debido a que, por simple oportunismo como en Weimar, se le siguieran transfiriendo responsabilidades que no le corresponden. Que un representante público cometa un delito, así se trate de un antiguo jefe de Estado, no dice nada de la calidad de un sistema. Si el sistema disponía de controles y contrapoderes que no funcionaron, eso quiere decir que hubo cómplices en el delito. Y si no disponía de ellos, la tarea de los partidos comprometidos con la democracia no es juzgar acerca de la calidad del sistema, sino ponerse de acuerdo para crearlos. Lo contrario sería tanto como sostener que una democracia sólo es de calidad si garantiza lo que ningún sistema ha sido capaz de garantizar desde que el mundo es mundo, leyes para las que no existe la trampa y hombres y mujeres que, más parecidos a ángeles que a ciudadanos, ni conocen el delito, ni lo cometen.