La abstención es legítima en democracia. Pero quien se abstiene, más que expresar un parecer crítico respecto a las instituciones, otorga a los demás ciudadanos la potestad de decidir por él. La participación electoral no solo constituye un mandato moral ineludible cuando el ciudadano disfruta de las ventajas de vivir en colectividad; representa además una oportunidad que ninguna persona puede despreciar sin hacer dejación de sus propios intereses.
La democracia vuelve hoy a vivir otro de sus días grandes renovando, en Euskadi, la composición de ayuntamientos e instituciones forales mediante sufragio universal. Por fin serán las urnas las que, en un veredicto inapelable, despejen las incógnitas que han venido apuntando las encuestas. Pero antes que nada expresarán el grado de confianza de los ciudadanos en esas instituciones a través del porcentaje de voto emitido. La participación electoral es un derecho ciudadano fundamental. La libertad se hace patente cuando los ciudadanos eligen individualmente a sus representantes y conforman las instituciones representativas y los órganos de gobierno que administrarán el interés común. Es así como la satisfacción de los anhelos y metas de cada persona se concilia con los de sus conciudadanos. El voto no puede ser la única forma de realización de la libertad en democracia; la ciudadanía requiere otros cauces para mostrar su parecer, para participar en la identificación de los problemas prioritarios de la sociedad y en la definición de sus soluciones. Los canales cada día más diversos de expresión de las opiniones y de transmisión de las informaciones permiten avivar el foro público, como se ha podido comprobar estos últimos días con la sonora contestación a determinados aspectos del sistema de partidos y de la economía global. Las organizaciones e iniciativas de la sociedad civil ofrecen la posibilidad de hacer valer las inquietudes y las demandas compartidas por diversos sectores. Pero nada de eso garantizaría la democracia si esta no fuera instituida sobre el voto libre de todos y cada uno de los ciudadanos. Es verdad que la elección cada cuatro años de una u otra institución permite que sus integrantes electos se desentiendan de los compromisos adquiridos con sus votantes o, sencillamente, eludan concretarlos. Pero el desdén hacia las urnas no constituye una actitud que amplía los cauces de la libertad, sino que contribuye a desacreditar la propia democracia. La democracia es participativa o deja de serlo. Pero no hay democracia real sin que comience y termine en el ejercicio continuado del sufragio universal, en el equilibrio entre los poderes del Estado y en el gobierno de las leyes como mecanismos fundamentales de control y garantía.
La abstención es legítima en democracia. Pero quien se abstiene, más que expresar un parecer crítico respecto a las instituciones, otorga a los demás ciudadanos la potestad de decidir por él. La participación electoral no solo constituye un mandato moral ineludible cuando el ciudadano disfruta de las ventajas de vivir en colectividad; representa además una oportunidad que ninguna persona puede despreciar sin hacer dejación de sus propios intereses. Resulta totalmente absurdo renunciar a la participación electoral exigiendo mayor participación política. Además, la posibilidad de elegir tanto a los concejales de su ayuntamiento como a los junteros de su territorio ofrece a cada elector la oportunidad de matizar el sentido de su voto. Esta vez en Euskadi será difícil alegar que la oferta de candidaturas no recoge el sentir de todos los ciudadanos vascos. La indirecta legalización de la izquierda abertzale que suponen las papeletas de Bildu podría cerrar una etapa de excepción impuesta por el terrorismo etarra y sus adláteres. Pero también eso dependerá de que todos los ciudadanos comprendan que la indiferencia debilita la libertad, y que el fortalecimiento de la democracia depende de la masiva afluencia a las urnas para hacer frente a la todavía latente amenaza liberticida.
Editorial en EL CORREO, 22/5/2011