Roberto Blanco Valdés, LA VOZ DE GALICIA, 23/5/12
El esperpéntico desenlace judicial del caso Dívar, que ha escandalizado a millones de españoles al saber que el presidente del Consejo del Poder Judicial y del Tribunal Supremo -la cuarta autoridad del Estado- ¡no tiene obligación legal de justificar los motivos de sus viajes pagados con cargo a fondos públicos!, se une a muchos otros episodios del estilo, que afectan a lo que podríamos llamar genéricamente «los que mandan», para provocar un devastador efecto sobre la confianza del pueblo en las instituciones del Estado democrático.
Ese Estado se basa, de hecho, en un conjunto de presunciones o ficciones (por ejemplo, que los gobernantes defienden los intereses de los gobernados, que los jueces son independientes o que los cargos públicos actúan con probidad y honestidad) indispensables para que se produzca lo que un gran historiador norteamericano, Edmund Morgan, denominó, con admirable precisión, «la suspensión voluntaria de la incredulidad». Expresado con palabras más sencillas: para que la democracia funcione es necesario que los ciudadanos crean en ella y, para eso, que resistan la tentación de renegar de todas las presunciones y ficciones sin las cuales aquella caería desplomada. Ahora bien, «para ser viable y cumplir con su propósito -escribe Morgan en La invención del pueblo-, una ficción debe tener una cierta semejanza con los hechos. Si se aparta demasiado de los hechos, la suspensión voluntaria de la incredulidad se desmorona».
Y en eso estamos en España, por desgracia, desde hace ya demasiado: en un proceso galopante de desafección hacia las instituciones del Estado democrático, que podría acabar en una peligrosísima desafección hacia la democracia misma (véase esa extrema derecha que crece como la espuma en Grecia o Francia) y que nace del hecho evidente de que la distancia entre las ficciones en que se sostiene la democracia y su funcionamiento real no hace otra cosa que aumentar.
Cuando el yerno del jefe del Estado es procesado por corrupción o el presidente del Supremo se ampara en una legalidad disparatada para justificar una actuación éticamente impresentable es difícil que los ciudadanos suspendan su incredulidad para confiar en las instituciones. ¿Quién puede hacerlo viendo que unos reciben regalos a cambio de influencias, otros se pagan ¡la cocaína! con el dinero de todos y otros más utilizan ERE fraudulentos para colocar a familiares y compañeros de partido?
En un filme antiguo de aventuras unos misioneros trataban de convertir a unos chinos a la religión cristiana, pretensión frente a la que los chinos contestaban que si no había «aloz» no había «clistianos». Pues bien, la fe en la democracia también necesita de un estímulo: su «aloz» no es otro que la confianza en las instituciones, es decir, en quienes las gestionan.
Roberto Blanco Valdés, LA VOZ DE GALICIA, 23/5/12