FERNANDO VALLESPÍN-El PAÍS
- Los medios se han convertido en una nueva y privilegiada puerta giratoria para cuando los políticos son desplazados de sus responsabilidades
¿Por qué se comportan los políticos de forma distinta en las tertulias que en las instituciones? Lo presento a modo de “pregunta de investigación”, que diría un académico. Yo mismo no tengo una respuesta clara. Me refiero, como imaginarán, a la presencia de Carmen Calvo, Pablo Iglesias y García-Margallo en el Ágora de la Cadena SER. Pero estos no son los únicos; hay algunos más (lean la reciente crónica al respecto de Manuel Jabois donde vienen todos los detalles). Ahí se aprecia no solo cómo los medios se han convertido en una nueva y privilegiada puerta giratoria para cuando son desplazados de sus responsabilidades. Lo más interesante es ver cómo los políticos desempeñan su nueva función comunicadora transformados en sesudos analistas que se escuchan entre sí, discrepan pacífica y educadamente y ponen toda su experiencia al servicio del debate ciudadano. El contrapunto exacto de lo que ocurre en la política institucional, como vemos en el Parlamento. Es como si, libres de la camisa de fuerza de su rol de políticos activos, pudieran recuperar el sosiego. Desaparece su furiosa parte de Mister Hyde y retorna el más apacible Dr. Jekyll.
O sea, que debe haber algo en ese espacio que llamamos política activa que resulta tóxico. Siempre lo ha sido, no vamos a hacernos ahora los sorprendidos. Si nombres como los de Maquiavelo, Hobbes o Schmitt están en lo alto del santoral politológico debe de ser por algo. Hacer política es otra forma de hacer la guerra, por parafrasear a Clausewitz, no en vano su función es sublimar los conflictos, hacerlos digeribles. El conflicto es la materia de la que se nutre. Y no hay conflictos sin facciones, sin una clara delimitación entre un nosotros y un ellos. Por eso, en cuanto toma la palabra, todo político siempre está dirigiéndose a los suyos, y el mejor cemento para cohesionarlos es el enfrentamiento con el otro. De ahí que sea imperativo hablar siempre en contra de alguien.
La mayor diferencia entre el político activo y el político tertuliano reside precisamente en que el destinatario del discurso de este último es el ciudadano común, no sus militantes. Y, además, en esta nueva esfera están libres de las consignas partidarias, de las estrategias de los expertos en comunicación. Aun defendiendo sus mismas ideas o propuestas, lo hacen sin la camisa de fuerza del partidismo patológico. Fíjense, en cuanto se abandonan los excesos de la política adversaria, surge la posibilidad de una política dirigida al entendimiento mutuo. Aunque, ojo, eso no quiere decir que no discrepen. Pero es una discrepancia sin aspavientos, con fair play discursivo.
Lo curioso de esta transformación de nuestra democracia tertuliana es que los tertulianos ordinarios —en el sentido más noble del adjetivo, claro— tienden (tendemos) a ser cada vez más partidistas y ofuscados, más hooligans. Aquí se hace sentir también la polarización que nos corroe. En cambio, estos nuevos intrusos parecen flemáticos anglosajones. Quien lo iba a decir, intercambio de papeles. Con todo, vamos a ver si dura. No perdamos de vista que tanto políticos como comentaristas participamos de la cultura del espectáculo y bajo las condiciones de la economía de la atención. El incentivo está en la sobreactuación y la bronca, no en la mesura, y esta es otra de las causas de esa toxicidad aludida. Eso sí que tiene mal arreglo.