JAVIER OTAOLA / Abogado y Escritor, EL CORREO – 28/06/14
· La mayoría de los demócratas españoles que manteníamos un vínculo afectivo y de fidelidad con la II República en 1978 hemos comprendido la accidentalidad de la forma de Estado y el valor político de las monarquías parlamentarias en Europa: no me canso de repetir que el único país que no ha conocido en nuestro continente un régimen totalitario en el poder y que ha mantenido –contra viento y marea– la democracia parlamentaria, en tiempos muy oscuros, ha sido el Reino Unido, y que es el Reino Unido y la Revolución Gloriosa de 1688 con la entronización de Guillermo de Orange y no la Revolución Francesa y su Terror revolucionario, como inocentemente creemos el origen de la democracia liberal y parlamentaria, del ‘check and balance’.
El teólogo luterano y constitucionalista alemán Rudolf Smend (1851-1913) destaca en su obra el valor integrador de los símbolos políticos y su capacidad para suscitar emociones y vínculos conscientes e inconscientes entre los hombres y mujeres de cada generación con las instituciones que los representan. En su debate con el frío positivismo de Kelsen, Rudolf Smend reivindica un entendimiento amplio de lo político –que va más allá de lo jurídico– incorporando elementos psicológicos, afectivos y culturales sin los cuales no se llega a entender la funcionalidad de las instituciones. Uno de los factores de la crisis política que atravesamos es precisamente la debilitación generalizada de esos vínculos de identificación.
La situación de crisis por la que atraviesa España como nación nos va a obligar a emprender –sin agonías, pero sin demora– una reforma constitucional profunda que debe abordar también la necesaria confirmación democrática de la forma del Estado, que siendo una cuestión accidental está dotada de un altísimo valor como símbolo de integración y mecanismo de vinculación institucional. Como dice mi admirada escritora Elena Moreno, el misterio central del ser humano es el misterio del vínculo, y me atrevo a decir que ese misterio es determinante no solo en el ámbito de lo personal e íntimo sino también en el ámbito colectivo y político. España atraviesa –además de una crisis económica que comienza lentamente a superar– un problema de debilitamiento del vínculo nacional que afecta de manera obvia a sectores significativos del País Vasco y Cataluña, y también a sectores de las nuevas generaciones que no están condicionadas por la historia asumida que nos llevó a la Transición.
Me parece luminosa y pertinente la propuesta de Jorge Trias Sagnier que de una manera clara y elegante señala los problemas principales que nos acechan y propone una solución sencilla a partir de la constatación imprescindible de que nuestro sistema político precisa de importantes reformas, reformas que para que puedan llevarse a cabo con éxito precisarán –de nuevo– de pactos amplios y transversales, «para los que no será suficiente el acuerdo de las mayorías, ya que habrá que contar con las minorías, algunas presumiblemente muy numerosas en Cataluña y el País Vasco» con las que habrá que concordar en la propuesta del profesor Peces Barba, tantas veces mentada, pero escamoteada en la Constitución de 1978 de España como una «nación de naciones».
Y hablando de símbolos, sería un grave error a mi juicio vincular una eventual III República a la bandera tricolor de la II. Esa nueva república sólo será posible si se levanta sobre los valores de consenso democrático, europeísmo y posmodernidad de este siglo XXI y no si nos retrae a los terribles años treinta del siglo pasado. La opinión general de la doctrina constitucional no es partidaria de los cambios simbólicos por cuanto alienan innecesariamente muchas adhesiones y crean un efecto de extrañeza y falta de identificación que es letal para cualquier proyecto nacional.
La bandera tricolor ha ocupado un tiempo mínimo en la historia de España como símbolo nacional, y viene asociada inevitablemente a un período convulso y trágico de nuestro siglo XX, que haríamos mejor en dejar atrás, cuando tenemos en nuestra tradición democrática los ejemplos de la Pepa en 1812, la Gloriosa en 1868 y la I República de 1873 que mantuvieron la bandera bicolor, símbolo colectivo que de ninguna manera podemos permitir que se asocie con la larga y cruel dictadura de Franco.
JAVIER OTAOLA / Abogado y Escritor, EL CORREO – 28/06/14