Jesús Casquete-El Correo

  • El riesgo de que una extrema derecha en auge mine las instituciones desde dentro es el gran desafío político de Occidente

Hace cosa de una década nos desayunábamos un día sí y otro también con noticias sobre las pruebas de resistencia a la banca. Las autoridades financieras europeas y nacionales implementaron una serie de medidas (rescates incluidos) que, al cabo, consiguieron domesticar la fiabilidad y resiliencia del sistema financiero en un momento de crisis sistémica. Hasta hoy, y de momento, el problema ha desaparecido de la agenda pública.

Ojalá las soluciones resultasen tan expeditivas en la política como lo fueron en las finanzas. Porque lo cierto es que, desde que la extrema derecha se ha consolidado en los países occidentales, las democracias occidentales sufren una considerable tensión cada vez que se acercan unas elecciones. La incertidumbre del resultado final es consustancial a la democracia, pero nunca tanta como ahora.

Las urnas se cerraron en las presidenciales francesas de 2022 con la incógnita de si Marine Le Pen llegaría al Elíseo. Solo la aplicación del frente republicano impidió el triunfo de la lideresa nacionalpopulista. En las recientes elecciones parlamentarias, sin salir del país vecino, solo un acuerdo ‘in extremis’ de las formaciones progresistas, por un lado, y del centro-derecha alrededor de Emmanuel Macron, por otro, fue capaz de frenar a la Agrupación Nacional de Le Pen. En España, en las últimas generales, una de las grandes incógnitas era si los escaños del PP y Vox serían suficientes para formar un Gobierno.

En las presidenciales norteamericanas del próximo noviembre, que Kamala Harris se imponga sobre Donald Trump depende, si hacemos caso a los vaticinios demoscópicos, de cómo se decanten un puñado de votos en estados como Pensilvania. Añádanse si se quiere las vicisitudes en Holanda para formar Gobierno tras los comicios de 2023 en los que resultó vencedor el Partido por la Libertad de Geert Wilders, o las que se desatarán cuando, según todos los pronósticos, el Partido por la Libertad de Austria consiga ser la fuerza más votada al Parlamento nacional el próximo 29 de septiembre.

Allá donde dirijamos la mirada, que los partidos se ganen en el tiempo de descuento se ha convertido en norma. La democracia vive inmersa en constante estrés y estado de ansiedad cuando de lo que se trata es de salvaguardar sus principios constitutivos; en particular el pluralismo, los derechos individuales y el Estado de Derecho.

Las elecciones regionales recién celebradas en Turingia y Sajonia (las de Brandenburgo están en puertas) han sido el último episodio de una larga cadena de citas electorales en las que cada vez se hace más difícil entrever si el ascenso del Arturo Ui de turno es resistible o no. La victoria de Alternativa por Alemania (AfD) en Turingia, precisamente allí donde en 1930 el partido nazi tuvo a sus primeros integrantes en un Gobierno, y su segunda posición en Sajonia han agitado los fantasmas de una reencarnación del nacional-socialismo. Es un debate estéril.

Sin menoscabar sus incontestables resabios autócratas e iliberales, la AfD no es un partido fascista que calca discursos y prácticas del Tercer Reich, aunque sin escarbar en los rescoldos del experimento totalitario nazi se hace difícil su encuadre. Al fin y al cabo, los partidos del espectro nacionalpopulista europeo resultan inexplicables sin el trasfondo histórico y la experiencia dictatorial de cada país, ya hablemos del fascismo en Italia, del franquismo en España, del colaboracionismo de Vichy en Francia o del nacionalsocialismo en Alemania y Austria.

Las elecciones regionales de septiembre en Alemania son el último ejemplo de una tendencia que se viene abriendo paso en nuestras democracias. Francia es el alumno aventajado de la clase a este respecto. Allí la política durante los últimos años se ha reconfigurado en una dirección que apenas somos capaces de adivinar, pero que está alterando profundamente el tablero de lo conocido y practicado hasta ahora. En la primera vuelta de las presidenciales de 2022 los candidatos populistas de extrema derecha (Marine Le Pen y Eric Zemmour) y de izquierda (Jean-Luc Mélenchon) atrajeron el 52,5% de los votos. En Turingia y Sajonia, la AfD y la Alianza Sahra Wagenknecht, formación socialpopulista que define su proyecto como «conservador de izquierda», sumaron el 45%. El otro lado de la moneda es el declive progresivo de los partidos tradicionales, en algunos casos reducidos a la irrelevancia cuando no desaparecidos.

En Occidente las democracias no sucumben por asonadas militares ni por asaltos tumultuarios a sus enclaves simbólicos del poder. Hoy arrumbar la democracia pasa por minar desde dentro sus instituciones. Es el mayor desafío en el orden político de nuestra era. En esas están, en esas estamos.