IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA

  • La democracia necesita que haya previamente un pueblo cuyos miembros aceptan tomar decisiones colectivamente. ¿Pero qué sucede si una parte del pueblo expresa su voluntad de no seguir perteneciendo al mismo? ¿Cómo se resuelve un conflicto de esta naturaleza?

Para entender la irritación y las posturas intransigentes que produce en España el debate sobre Cataluña, resulta preciso ir más allá de los discursos habituales y hacer una pequeña inmersión en los fundamentos de la democracia. Según lo veo, parte del apasionamiento político y de los juicios tajantes que se expresan sobre este tema nacen de una comprensión incompleta de lo que significa la democracia.

Comencemos constatando que el independentismo toca lo más profundo de los sentimientos nacionales. A muchas personas les resulta ofensivo que haya españoles que no se sienten tales y desean romper con su país. Que una parte de los españoles no quieran seguir siendo tales es una señal de que algo básico se ha roto en la nación. En lo que llevamos de siglo, ha habido dos crisis nacionales profundas: la del plan Ibarretxe y la del procés catalán. En ambos casos, se ha cuestionado el fundamento último de la democracia, el acuerdo de los ciudadanos en tomar decisiones conjuntamente.

La democracia representativa es un régimen político construido en torno a la idea de autogobierno. Los ciudadanos participan en el proceso político mediante el voto, la protesta y las intervenciones en el debate público, a fin de que las decisiones colectivas sean resultado del sentir mayoritario de la sociedad. En una democracia, los ciudadanos, aunque sea por medios indirectos (los de la representación), aspiran a que los grandes dilemas políticos se resuelvan de acuerdo con dicho sentir mayoritario.

La democracia, para echar a andar, necesita que haya previamente un demos, un pueblo, cuyos miembros aceptan tomar decisiones colectivamente. Cuando decimos que la democracia es el gobierno del pueblo, damos por supuesta la existencia de tal pueblo. ¿Pero qué sucede si el demos se fragmenta, es decir, si una parte del pueblo expresa su voluntad de no seguir perteneciendo al mismo? Un subconjunto del pueblo quiere constituirse como un pueblo distinto, con capacidad para tomar decisiones colectivas por sí mismo. ¿Cómo se resuelve un conflicto de esta naturaleza?

No hay una respuesta clara. Las democracias de nuestro tiempo proceden de la revolución nacional, es decir, de la conformación de Estados con una base de legitimidad nacional. Suponen, por tanto, que el problema del demos está resuelto. Pero esto no es siempre así. Hay momentos en que la unidad del pueblo se somete a debate. El problema reside en que la democracia tiene la capacidad de resolver cualquier conflicto de interés, salvo el que afecta a la propia composición del demos.

Supongamos que el demos se parte en dos trozos, uno mayoritario y otro minoritario. El minoritario es el que quiere separarse. En esta situación, el principio de mayoría pierde su virtualidad democrática, pues su aplicación solo resulta legítima si todas las personas afectadas por la decisión colectiva aceptan de antemano su uso. Resulta típico en estas circunstancias que el demos mayor reclame el uso de la mayoría para zanjar el asunto: decidamos entre todos, que lo decida el demos que originalmente se constituyó para fundar la democracia. El demos minoritario, sin embargo, no se siente vinculado por las decisiones del demos mayoritario, pues, en la medida en que quiere formar un demos propio e independiente, no se considera vinculado por las decisiones que tome el demos original del que era parte.

Robert Dahl ilustró el problema del demos con un ejemplo hipotético muy sencillo que adapto a nuestras coordenadas. Imaginemos que España invade Portugal sin consentimiento de los portugueses. No hay derramamiento de sangre, los portugueses no se resisten usando la fuerza. Portugal queda entonces absorbido como una comunidad autónoma más de España. Sus habitantes pasan a ser ciudadanos españoles, con los mismos derechos y obligaciones que el resto de españoles. Son tan “libres e iguales” como los demás. Ahora bien, si los portugueses creen que ellos forman un demos distinto del demos español, no aceptarán de buen grado el resultado, por mucho que sigan viviendo en una democracia que respeta sus derechos y garantiza sus libertades. No lo harán porque ellos, en cuanto demos propio y autónomo, habían acordado autogobernarse.

El caso del independentismo catalán es ligeramente distinto, aunque opera la misma lógica. Cuando se constituyó la democracia en 1978, la sociedad catalana formaba parte del demos español y aprobó la Constitución de la misma manera que lo hicieron las demás regiones. Hoy, sin embargo, las cosas han cambiado. A raíz de la reforma del Estatut de 2006, el Tribunal Constitucional interpretó que la Constitución, pese a admitir en su seno la existencia de “nacionalidades”, solo reconoce una nación, la española. Dicha interpretación ha provocado una ruptura del demos. Durante la última década, una parte importante de los catalanes ha optado por la independencia, es decir, por la formación de un demos propio que funde una república catalana. No todos los catalanes quieren la independencia, desde luego. De hecho, hoy, según indican las encuestas, son una minoría, pero en algunos momentos del pasado reciente han sido una mayoría según esas mismas encuestas. Por lo demás, el hecho de que haya gran división al respecto dentro de Cataluña genera en su interior un problema adicional de demos. Más allá del dato coyuntural de apoyo a la independencia, hay que pensar en cómo se resuelve un problema como este.

Los españolistas, en el mejor de los casos, dicen: decidamos todos por mayoría en el demos original (el conjunto de España) si Cataluña forma parte de España. En el peor, niegan toda relevancia a las demandas de independencia porque, según ellos, no caben en la Constitución; son un asunto preconstitucional que quedó zanjado para siempre en el referéndum de ratificación del 6 de diciembre de 1978 (han transcurrido 45 años desde entonces). Los independentistas, por su parte, alegan: decidamos por mayoría en el seno de Cataluña; nosotros formamos un demos propio que tiene que resolver si permanece en España o constituye un Estado propio. Al plantear así la cuestión unos y otros, se produce un choque entre diferentes demos, entre el demos mayoritario y el minoritario. A las malas, gana siempre el demos mayoritario, que cuenta no solo con la Constitución de su parte, sino con el peso decisivo del Estado.

La democracia no trae un manual de instrucciones para abordar este conflicto. Lo más que podemos hacer es inspirarnos en los valores que encarna el ideal democrático para intentar encauzar el conflicto. Y eso es justamente lo que no hemos hecho en España. Tenemos una cultura jurídica y política extremadamente rígida que no reconoce la posibilidad ni la importancia de una crisis de demos, reduciéndola a un asunto de orden público y de cumplimiento de la legalidad constitucional: hay una ley y quien la rompe va a la cárcel. Con esto no quiero decir que el principio de legalidad haya de orillarse ante una demanda de ruptura del demos nacional, sino tan solo que, como sociedad liberal, debemos hacernos cargo de lo que supone y significa un problema de demos. Bastaría con que reconociéramos que hay que encontrar equilibrios entre la perspectiva constitucional y la democrática para empezar a salir del atolladero político y jurídico en el que andamos metidos desde hace ya más de un lustro. Yo no pierdo la esperanza de que avancemos en esa dirección, aunque sea a causa de un resultado electoral azaroso.