FERNANDO SAVATER, EL CORREO 28/07/13
· Es imprescindible una regulación legal de ese nuevo mundo que ahora habitamos.
Las revelaciones de Snowden sobre espionaje en la Red por parte de Estados Unidos han suscitado un debate no sólo político sino también ‘ético’. De lo que se trata en este caso no es de la valoración ética que los sujetos hagan de sus acciones, sino de la deontología –o sea, las normas de moral pública establecidas– que ciertos comportamientos institucionales puedan haber comprometido o francamente violado. Entre los valores deontológicos que las instituciones deben defender en un Estado democrático hay dos muy importantes y que a veces se cortocircuitan mutuamente: la libertad de los ciudadanos (que incluye su derecho a no ser interferidos indebidamente por las autoridades y a conservar espacios vitales de privacidad) y la seguridad de los ciudadanos y del propio Estado (que incluye la prevención cautelar de delitos, sobre todo en nuestros días los de alcance terrorista). El mundo del ciberespacio ha abierto nuevas áreas de libertad y también inéditas amenazas a la seguridad: de ahí el conflicto que actualmente nos preocupa.
Hoy parece considerarse que perder libertad para ganar seguridad es algo rechazable por reaccionario. Sin embargo, algunos de los mayores logros del progreso en los países democráticos han seguido precisamente esa vía: la, no por casualidad así llamada, ‘Seguridad Social’, un avance revolucionario, se basa en impuestos y cotizaciones que restringen lo que cada cual puede hacer con sus ganancias, y también la educación universal es obligatoria, etc… Hace cinco o seis siglos los caminos europeos eran mucho más ‘libres’ (sobre todo para los bandoleros) que nuestras vigiladas carreteras actuales. Cuando apenas existían automóviles, no había leyes de tráfico ni guardias para poner multas, pero se hicieron necesarias para mantener la seguridad en cuanto la red viaria aumentó en cientos de miles de unidades y la capacidad de correr se hizo peligrosa… Pocos consideran superfluas estas medidas cautelares.
Siempre que se discute sobre los excesos de vigilancia del Gobierno sobre los ciudadanos sale a relucir el Gran Hermano descrito por George Orwell en su famosa distopía ‘1984’. Pero suele pasarse por alto que el control agobiante y obsesivo del Gran Hermano de Orwell se ejercía para impedir libertades democráticas de asociación, expresión y creencias, es decir no para la seguridad de los ciudadanos sino para garantizar la del poder establecido sin oposición a su dictadura. De momento, no parece que las muchas formas de cibervigilancia que padecemos en los países democráticos (es evidente que el caso de China, Cuba, etc. es distinto) restrinjan las libertades cívicas fundamentales, sino que hasta ahora sólo sirven –cuando sirven para algo– para combatir delitos contra la propiedad intelectual, la pederastia y detectar redes terroristas (tarea, por cierto, en la que hasta ahora no puede decirse que hayan tenido siempre éxito). Por otra parte, aunque todos somos muy amigos de la libertad, la queremos para nosotros mismos –que como se sabe somos personas decentes e inofensivas– pero no para quienes roban (por eso tenemos cerrojos y alarmas en nuestras casas), ni para los que asaltan bancos y almacenes (donde nos parecen oportunas las cámaras de vigilancia y los guardias de seguridad), ni los que raptan niños (protección en las escuelas y en los parques infantiles), ni para quienes utilizan la red para tender celadas sexuales a los adolescentes, ni por supuesto para quienes planean cometer atentados terroristas.
Lo malo es que nunca ningún servidor público gana medallas por prevenir delitos porque ¿quién nos asegura que realmente iban a cometerse? Cuando ocurre el crimen, sin embargo, nunca faltan reproches contra los que no supieron prevenirlo ni protegieron bien a las víctimas. Lo cual desde luego no legitima todas las medidas que hoy pueden tomar los gobiernos para controlar datos y comunicaciones en Internet. Sobre todo aquellos procedimientos que trasgreden la soberanía de otros países y no respetan ni siquiera a los organismos internacionales. Cualquier política de cibervigilancia debería dotarse de normas claras (tanto legales como deontológicas) y tendría que estar acordada al menos entre los Estados que comparten planteamientos democráticos semejantes. Pueden quedar secretos los resultados de lo que las agencias gubernamentales de vigilancia están haciendo (forma parte de la eficacia de su cometido), pero debe quedar institucionalmente claro en qué consiste eso que están haciendo y qué responsables autorizados se encargan de gestionar un material tan sensible y propenso a inadmisibles abusos.
Aunque la mención del Gran Hermano sea recurrente entre quienes confunden a George Orwell con Mercedes Milá, puede que la metáfora más adecuada para la polémica entre libertad y seguridad sea la de la pugna entre dioses en el Olimpo político de la que habló Max Weber. Cada uno de esos valores esenciales, a fin de cuentas, no puede ser definido sin ser puesto en relación con el otro aunque sea difícil conciliar los respectivos ideales. Tanto la libertad como la seguridad de cada ciudadano, y desde luego las amenazas que las comprometen, evolucionan hoy y lo harán aún más mañana en ámbitos virtuales inéditos que ha abierto Internet. Es imprescindible una regulación legal de ese nuevo mundo que ahora habitamos y que se superpone al otro que ya conocíamos. La cuestión es aquella que hace siglos planteó Juvenal en la Roma de los Césares: «Y… ¿quién vigila a los propios vigilantes?»
FERNANDO SAVATER, EL CORREO 28/07/13