Gabriel Albiac-El Debate
  • Si mañana mismo, Junts pide a Sánchez proclamar la independencia de Cataluña, Sánchez lo hará con rapidez frenética. Para Sánchez, importa Sánchez. Después, su honorable familia. Después… Nada.

Vertiginosamente, el presidente del gobierno corre hacia el golpe de Estado: la destrucción del poder judicial. No le falta lógica. Siempre que uno haga el esfuerzo —obsceno esfuerzo— de ponerse en su perspectiva. Pedro Sánchez es un autista moral. Ascendido en las alcantarillas de su partido sin otro mérito conocido que el que le vino del capricho personal de Pepiño Blanco. Pero, nadie se engañe en eso: ese autista está dotado de la virtud más primordial para hacer política: la limpia castración de todo escrúpulo.

El hombre que fue capaz de embutir votos en una urna oculta a sus colegas de partido, hace gala de una modernidad política fascinante. Ni ideología, ni convicciones, ni la constricción mínima de ajustarse a las reglas del juego contaban para él. Sánchez venía para apropiarse del mando. En el partido, primero. Y en todo cuanto pudiera ser saqueado luego. No tenía límites ni constricciones. De alguien con tal vacío de contención ética era posible aguardar cualquier cosa. Ha sucedido. Es todo.

Y ante la nación se abre ahora un dilema trágico: o bien revocar al presidente, por las tasadas vías que la ley deja abiertas para las más extremas crisis, o bien aceptar que el amo de la corrupción general que nos asola culmine su proyecto. Esto es, que escinda una presunta soberanía catalana de la constitucional soberanía española, fumigue al poder judicial, suprimiendo esos elementos de independencia jurídica que tan desagradables están siendo para su esposa, para su hermano, para sus cómplices en el fastuoso negocio que, en su vértice, de él sólo depende.

El Estado agoniza en una putrefacción que sorprende a los analistas europeos. ¿Cómo ha sido posible que, desde la práctica totalidad de los ministerios de Sánchez, la lógica del robo en masa acabara por ser única actividad conocida del poder ejecutivo? ¿Cómo explicar que el presidente transubstanciara a su esposa en catedrática de la primera Universidad española, sin ni siquiera pasarla por la previa obtención de una licenciatura universitaria? ¿Cómo se puede haber pagado la alegre vida sexual de sus ministros con cargo al bolsillo de los ciudadanos? Aun en el más profundo tercer mundo, un comportamiento así movería al estupor colectivo. Pero, en esta pobre España del pseudo-doctor Sánchez, esa «normalidad» ni siquiera sonroja a un presidente que sigue notificándonos sus cartas de marido enamorado de la hija del noble empresario libidinal Sabiniano Gómez, sin que eso le desencadene una histérica carcajada.

La nación se desmorona. Puigdemont sabe lo que para todo chantajista es clave irrenunciable: que el necio pardillo, al cual tiene agarrado de salva sea la parte, concederá todo cuanto ese chantajista tenga a bien exigirle. Sin los votos de ERC, Junts y PNV, el abismo se abre bajo los pies de la familia Sánchez-Gómez. No hay precio lo bastante excesivo como para que él no pague por verse libre de esa pesadilla. No, cuando lo que está en juego es un procedimiento judicial que desemboca, como mínimo, en inhabilitación y, si una inmerecida providencia no lo impide, en prisión firme. Si mañana mismo, Junts pide a Sánchez proclamar la independencia de Cataluña, Sánchez lo hará con rapidez frenética. Para Sánchez, importa Sánchez. Después, su honorable familia. Después… Nada.

Si un átomo de decencia queda en los escaños del Parlamento español, no hay ya margen para esperar a que se manifieste. El derrumbe ha comenzado ya. Deponer a Sánchez no es tarea de derechas ni de izquierdas. Ni siquiera es sólo un deber moral. Es una cautela elemental de supervivencia. Si Sánchez culmina su proyecto de nueva ley judicial, y consuma con ello la voladura de la división de poderes, España habrá dejado de ser una democracia. Porque no hay otra definición académica de «democracia» que esa que la codifica como sistema de tres poderes independientes que se contraponen y equilibran. En nuestro país, la autonomía del poder legislativo no existió nunca. La del poder judicial sufre en estos momentos la más belicosa ofensiva a manos del poder ejecutivo que la Europa contemporánea haya conocido. A eso se llama, en rigor académico, un golpe de Estado.

Votar la deposición de Sánchez, a través de la reglamentaria moción de censura es un deber moral y político. Para todos cuantos en el Parlamento español vivaquean. Y, antes que para nadie, es un deber para aquellos que todavía sueñan poder llamarse «socialistas» sin morirse de vergüenza.