Editorial-El Español

Este viernes han comenzado los «vuelos de deportación» para cumplir con la promesa asumida por Donald Trump: llevar a cabo «la operación de deportación masiva más grande de la historia». Dos aeronaves militares estadounidenses, cada uno con unos 80 migrantes a bordo, han partido hacia Guatemala.

Las redadas ordenadas por Trump se han saldado con 538 detenciones, según la Casa Blanca, de inmigrantes sin documentación. Y se ha iniciado el despliegue de millares de soldados en la frontera de EEUU con México.

El compromiso del nuevo presidente de erradicar la inmigración irregular supondría, según las estimaciones del New York Times, deportar entre 11 y 14 millones de persones.

Lo desorbitado de estas cifras invita ya a albergar una razonable suspicacia sobre la capacidad del Ejecutivo de Trump para acometer este hercúleo esfuerzo gubernamental.

Pero es que además las estadísticas demográficas sobre inmigración no permiten discriminar de forma nítida entre «legales» e «ilegales».

Casi la mitad de los calificados de «indocumentados» disfrutan de permisos temporales (si bien es cierto que expirarán durante el mandato de Trump), y otros tantos están pendientes de sus reclamaciones de asilo.

A esto le suma que muchos de los inmigrantes son beneficiarios de programas de protección humanitaria, que podrían no ser revocables. Y que hay no pocos inmigrantes en los que se solapan los distintos estatus migratorios.

Al margen de la evidente cuestión moral, está la de la factibilidad: el proceso de deportación sumaria que persigue Trump se topará con numerosos problemas legales.

Para sortear estos escollos, Trump se invistió tras su investidura de poderes especiales para autorizar a las agencias migratorias a acelerar la deportación de inmigrantes que entraron durante la Administración Biden.

Pero sus órdenes ejecutivas (en realidad directrices a las agencias gubernamentales sobre cómo aplicar la ley) tendrán que ajustarse al derecho migratorio vigente y a la Constitución estadounidense.

De hecho, una de esas órdenes, la firmada para retirar la nacionalidad americana a los hijos de inmigrantes sin papeles, ya ha sido bloqueada temporalmente por un juez federal de distrito. Y la Unión por las Libertades Civiles ha presentado una demanda en un tribunal federal de Washington contra la declaración de emergencia en la frontera sur, considerando que viola la ley federal.

Pese al alarde de fanfarronería en la firma de casi un centenar de decretos en su primer día en el Despacho Oval, lo cierto es que Trump ha prometido más de lo que puede cumplir. Afortunadamente, la discrecionalidad omnímoda de la que presume estará balanceada por la aún robusta arquitectura de contrapesos del imperio de la ley estadounidense.

De una parte, el poder judicial, que ya revocó órdenes de Trump en 2017. Y que promete volver a hacerlo a la vista de que sólo 235 de los 830 jueces federales han sido designados por Trump. Aunque el republicano lograse troquelar una Administración a su medida, la mayoría de los jueces seguirán siendo leales a la Constitución antes que a él.

Pero hay todo un sistema de equilibrios institucionales que podrán ejercer de freno a la inhumana política migratoria de Trump y al resto de sus decretos problemáticos. No hay que olvidar que EEUU es un Estado federal, y que la mayoría de las leyes se promulgan en el nivel estatal.

En su primer mandato, algunos Estados modificaron e incluso bloquearon algunas de las medidas de Trump. Y para el presente, gobernadores como los de California y Nueva York ya han adelantado una oposición sin cuartel. Además, la mayoría republicana en la Cámara de Representantes es exigua, a lo que se añade que en EEUU los diputados no están sometidos a la disciplina de voto partidista.

No cabe infravalorar el daño que un populista de pulsión autoritaria puede ocasionar a un Estado de derecho. Pero la democracia estadounidense, la más antigua del mundo, está dotada de una división de poderes que la hacen resiliente incluso frente a quienes han mostrado un desacato tan contumaz por los procedimientos legales.

Buena prueba de ello es que, por lo pronto, el ritmo de expulsiones de inmigrantes, pese a la retórica maximalista del inicio de su segundo mandato, está siendo menor que el de su primero.

Junto a las deportaciones masivas, Trump se comprometió a «drill, baby, drill«. Es decir, a incrementar las perforaciones para extraer más gas y petróleo de suelo federal. Pero parece que al presidente le va a ser más fácil horadar la dura tierra que consumar su ambicioso programa de expatriaciones.