MIKEL MANCISIDOR-EL Correo

 

Si nos lo hubieran preguntado la víspera habríamos anticipado que la cumbre del G-7 en Biarritz pasaría sin dejar huella, que la recordaríamos por las colas en la frontera y, a lo sumo, por alguna bufonada de Trump o de Boris Johnson. Pero el tráfico resultó fluido, la cumbre finalizó con un documento digno y Trump y Johnson fueron capaces de comportarse en sociedad sin estridencias ni narcisismos excesivos.

Dicen, y no seré yo quien le regatee méritos, que Macron ha sido capaz de gestionar los egos infantiles con un delicado combinado de ciudad balneario, atenciones personalizadas y un programa que podía ir de lo convencional a lo sorpresivo, de lo seguro a lo osado, según el momento. Así ha conseguido tratar temas tan delicados como el Brexit, la tensión comercial con China, la crisis nuclear con Irán o la emergencia medioambiental sin que nadie apuntara fuera de tiesto.

Johnson, tan dado a sobreactuar en su antieuropeísmo, se relacionó con sus socios con aparente fidelidad. El hombre que, con deslealtad profunda, afeaba a su jefa cada encuentro europeo, que la acusaba de debilidad a cada visita a Bruselas, volvió con idénticos nulos resultados y aun así parecía darse por satisfecho. El que se anunciaba como un Churchill con pelazo rubio actuó como una Greta Thunberg, pero con más años y más kilos, que se felicitaba por que el resto de mandatarios habían apoyado su defensa de la educación de las niñas en el mundo. Bien está que recupere esa noble bandera del primer ministro laborista Gordon Brown, pero parecía sospechoso: poco escándalo para melena tan revuelta. El hiperactivo león imperial se sienta formal a la mesa y se conforma con un discreto plato de nueva cocina vegana. Algo no cuadraba. Hoy lo sabemos: mientras mostraba modales preparaba su derechazo a Europa… en la mandíbula de la reina, en la espalda del Parlamento y en el corazón del constitucionalismo británico.

Los socios europeos ni se confiaron ante el Boris domesticado ni se han crispado ante el Johnson cuasi golpista. Ante estos negociadores ciclotímicos la mejor respuesta es mantener la velocidad y la dirección, que no nos distraigan de nuestros intereses. Es la imperturbabilidad lo que rompe su insana lógica y la vuelve contra ellos.

Trump, por su parte, no escupió en ninguna copa de vino francés e incluso dejó que Macron se apuntara algún tanto de liderazgo diplomático global a su costa. ¿Cómo es posible que el presidente de EE UU tolerara que otros hablaran de Irán o de China sin levantarse de la mesa e irse a hacer cosas más productivas, como ver la tele?, ¿por qué permaneció sentando, como si estuviera atento e interesado en las sutilezas y los detalles, aparentando así que en los espacios multilaterales pueden debatirse asuntos que sólo él, con su providenciales dotes de negociador cara a cara, podrá resolver?

Trump es hiperagresivo y deshonesto en su estilo de negociación, sin duda, pero también puede ser, cuando le interesa y a los ojos de cierto tipo de personas predispuestas a creer, encantador o embaucador. Su falta de interés por la verdad le permite presentar la realidad como su oponente quisiera verla. Su falta de paciencia para con el detalle le permite aceptar y presentar cualquier dato que convenga como temporalmente cierto. Su falta de rigor y coherencia le permite decir hoy una cosa y mañana la contraria sin traicionarse porque no cree en ninguna. Puede insultar o humillar hoy y alabar hasta el bochorno mañana para volver a traicionar pasado mañana. De esa forma desorienta a cualquiera que confíe negociar con algún fundamento racional. Caza confundiendo a la presa.

En ocasiones esas contravirtudes le han servido en los negocios, pero las relaciones internacionales son diferentes. Con los líderes norcoreano o chino ha estado jugando hasta el mismo límite para adularles al día siguiente. A pesar de su exceso de confianza, «estas guerras comerciales son fáciles de ganar», no parece que el resultado haya sido hasta la fecha positivo. «Negotiation is a collaborative process, not a battle», insiste la profesora Neale, de Stanford, pero la visión del líder estadounidense es justo la contraria.

A sus sosegadas y constructivas declaraciones en Biarritz sobre el conflicto con China suceden en dos días las bravatas altisonantes. ¿Ha sido Macron víctima de sus tretas al darle una confianza que no merece y que éste traiciona a la primera oportunidad?, ¿o por el contrario ha aprendido el presidente francés del estilo del de EE UU engatusando hasta el acoso sobón para obtener taimadamente lo que a corto quería? Trump enseñaba en sus tiempos de estrella televisiva que «la mejor forma de obtener un acuerdo es que no te vean desesperado por obtenerlo». Macron se ha mostrado alumno aventajado: prometió que no habría acuerdo final y ha podido así negociarlo sin presión; no adelantó expectativas de resultados y los ha conseguido.

La única que permanece inmune al loco estilo de negociación de la nueva política es la canciller Merkel, quizá por ser ella científica y por tanto persona a la que los datos y la búsqueda de la verdad con método y rigor importan. Trump, hijo del pelotazo inmobiliario, y Merkel, hija de la ilustración, viven en universos mentales distintos. Se detestan y se nota. El norteamericano parece no saber cómo tratar con una mujer con capacidad y poder. A Merkel el juego le llega ya de salida y cansada, sin ganas de simular. Entre despistada y un tanto ajena, por primera vez sin ser el pivote del juego europeo, hemos visto a la única persona que, fiel a su estilo, no ha hecho teatro en Biarritz. La vamos a echar mucho de menos: valoraremos la inmensidad de su contribución por el hueco que deja.