Arcadi Espada-El Mundo

Mi liberada: 

El más banal de los insultos es llamarle a un hombre maricón y a una mujer puta. Se propinan desde tiempos remotos y en todos los lugares a los hombres y mujeres que no cumplen las expectativas: la del hombre ser un hombre y la de la mujer ser una mujer. Los dos admiten una innumerable graduación alcohólica y pueden pasar de ser una grave ofensa a merodear por las afueras del cariño. «Si no fueras tan puta…», le decía Jaime Gil a uno de sus sí mismos. Hace unos días aparecieron algunas versiones de estos insultos en la campaña electoral catalana. El primero, de un nano independentista, iba dirigido a Miguel Iceta y aludía a sus esfínteres, muy dados de sí según pericia del que insultaba, por su promiscuidad pactista con el Pp y C’s. El insulto era compatible con las prácticas sexuales de cualquiera e incluso con su sexo, porque tener anchas tragaderas no exige ser hombre ni homosexual. Pero una de sus interpretaciones se vinculaba, lógicamente, con la afición homosexual de Iceta. Esta debió de ser la interpretación que prefirió el fiscal cuando decidió investigar el supuesto delito de odio: en la alusión a los esfínteres de Iceta vio indicios de un insulto al grupo de los homosexuales, y de ahí la persecución. Será interesante leer sus argumentos. Para empezar, los que prueben, no ya el delito de odio, sino la propia existencia del insulto. Vincular mediante un proceso metonímico elemental los esfínteres físicos de Iceta con los morales deja una conclusión, más que sobre sus prácticas sexuales, sobre su ética. No se ve en qué medida esas prácticas son insultantes o insultables. Es indudable que «dar por culo» tiene en castellano una versión fastidiosa, pero también la tiene «joder» y hay que ver lo que gusta. O sea que el fiscal va a tener trabajo para demostrar que lo que hizo el nano independentista, y que ya le ha costado su puesto en un organismo de la Universidad de Barcelona, fue poco más que una manera algo asquerosa de llamarle a Iceta oportunista. 

Inés Arrimadas ha sido señalada en los periódicos como la segunda víctima de la campaña. Un cómico catalán, pleonasmo, la llamó en un tuit «mala puta» como conclusión de una serie de rimas previas. Si en el caso de Iceta la asociación era la de maricón con oportunista, ahora era la de puta con astuta. La mala puta de Arrimadas amenazaba con llevarse todos los votos temía el (a)rimador. Por lo tanto, no era descabellado entender la alusión incluso como un elogio, aunque pueda parecer imposible a una opinión cegada como histéricos capellanes por el deslumbramiento diabólico del significante. Nada tenía que ver este caso con el que también protagonizó hace meses la misma Arrimadas cuando una de su sexo le deseó públicamente una buena violación en grupo. El deseo tenía la apariencia de esas fighting words, esas palabras que como «¡Fuego!» provocan actos inmediatos, y su autora merecía seguramente un castigo. No entiendo por qué el fiscal no reaccionó ante la mala puta. La misma interpretación que había aplicado con Iceta habría bastado: al tratar de puta a Arrimadas el autor trataba de puta a todas las mujeres y el delito de odio afloraba. No hay que descartar que el fiscal aplicara el atenuante de la rima: el elemento jurídico padece un cierto complejo ante cualquier forma de creatividad verbal, lo que no extraña dada la manera generalizada en que escriben sus autos. 

El fiscal no reaccionó, pero sí lo hizo la supuesta víctima, que escribió con lengua de madera un largo tuit –la inmensa mayoría de los tuits son un insulto a la inteligencia y desde la última reforma un largo insulto–, hablando de machismo y de odio. Esta reacción suya me resultó interesante porque describía lo que nunca debe hacerse ante un comentario no solo sarcástico, sino incluso puramente ofensivo. Ante una palabra de fuego la víctima debe ir al juez. Pero ante lo demás solo hay dos opciones: o el silencio glacial de desprecio al liliputiense o la lanzada de ingenio redoblado. Nunca la respuesta debe escribirse en prosa de boletín. La peor conducta que este tipo de cómicos han tenido en los últimos meses, y la más humillante para lo que creen ser, no es la de los versillos a Inés, sino la del día siguiente a la ejemplar actuación policial del primero de octubre. Toda la mañana anduvieron, pobres bardos lastimeros, anunciando que no harían el programa Polònia, «porque hoy no hay ganas de reír». Una oportunidad de oro para que Arrimadas le hubiese contestado ahora al macarra: «¿Para cuándo un nuevo primero de octubre que os cierre la boquita?». Ya comprendo que para responder así se ha de tener una idea vigorosa del primero de octubre y dudo que la tenga la propia Arrimadas. Pero ése es el tipo de respuesta ofensiva pertinente: una que se mofe de los principios sacrosantos de la víctima, coqueteando con el peligro. Arrimándose, y que dios vuelva a perdonarme. La renuncia a la burla y al sarcasmo fiero describe cuál de los dos bandos ocupa el poder. Y lo que es peor: lo consolida en él. Porque una de las condiciones de una sociedad democrática es que las bromas y las ofensas sean cruzadas, lo que jamás ha sido el caso de la sociedad catalana y sigue sin serlo. 

No veo mayor ofensa en estas dos anécdotas electorales. Pero puedo imaginar que así lo crean Iceta y Arrimadas y se sientan víctimas. Para esa hipótesis tengo unas palabras de Mark Thompson, traídas de la parte más enérgica de su libro Sin palabras: «A causa de su imprecisión y de la frecuencia con que se usa a la ligera, la incitación al odio es un concepto escurridizo y peligroso. Tanto en manos de los agentes del soberano –la policía, los fiscales, los jueces– como en aquellas de quienes se proclaman justicieros (…) El derecho a la libertad de expresión incluye el derecho a decir cosas odiosas. Quienes quieran decirlas deberían poder hacerlo y contar con la protección del Estado cuando lo hagan (…) Si quieres criminalizar todo el odio, podrías convertir en delito al ser humano». Thompson advierte de que no vamos por buen camino. Y yo digo que la lucha por la libertad de expresión vuelve a ser una de la grandes luchas, y a diferencia de antaño lo es en las más altas democracias. Políticos, fiscales, jueces, grupos –agrupados por su sexo, por lo que hacen con su sexo, por la religión, por la enfermedad, por el oficio, por las aficiones, y sobre todo el gigantesco grupo español agrupado por sus desarreglos cognitivos que con la liberalización de los manicomios se ha instalado en las redes– exigen a los escritores que usen palabras marcadas a las que han sometido previamente a procesos de brutalidad eufemística, de espesa carga burocrática, de vaciado de sentido, de pasteurización adjetiva. Es un deber urgente revolverse y burlarse, incluso con furia. La vía de infección natural de la epidemia de mentiras que asuelan las democracias son las palabras. Las prohibidas y las autorizadas. Traes una mala puta y mientras se desata el griterío, la rata bubónica del derecho a decidir aprovecha la adhesión general a la confusión y el amaneramiento para ocupar sigilosamente el centro del escenario. Lúcida y astuta la rata sabe que debe su vida a la misma madre que parió, por ejemplo, trabajadora sexual. A esa voluntad generalizada de evitar la ofensa que tantas veces se utiliza para el Mal. 

Sigue ciega tu camino 

A.