MANUEL MONTERO-EL CORREO

  • El ‘soberanismo histórico’ no es un pasatiempo inocente, sirve de propaganda y de elemento legitimador de las mayores barbaridades

En el Aberri Eguna se reivindica hoy -y siempre- el derecho de los pueblos a decidir su futuro. Queda por determinar quién es el pueblo, si incluye a los que no son independentistas o solo a los de la cuerda, y por qué el término ‘futuro’ es sinónimo de independencia. ¿Existe el derecho imprescriptible de partir en dos a una sociedad por los afanes independentistas de una parte?

Con todo, la reivindicación del derecho a decidir futuros proporciona un asidero jurídico, aunque sea una cobertura instrumental de aspiraciones ideológicas. Mayor incertidumbre provoca la práctica de decidir el pasado, que es aquí el pan nuestro de cada día y que nos lleva de sobresalto en sobresalto.

En el País Vasco el pasado es imprevisible, quedó formulado ya hace tiempo. Se levanta Zumalacárregui por la mañana de general tradicionalista y al caer la tarde se transforma en un nacionalista presabiniano, para anochecer convertido en un gudari que da la vida por nosotros los vascos, en un ensayo de la guerra de ETA contra la España invasora. Coge ETB al carlista y sería capaz de una serie en la que una pelea de bar en su Ormaiztegi natal le convence de la maldad de España y decide combatirla movilizando a vascos con la excusa de apoyar a Carlos V el pretendiente.

El dislate todavía no se ha perpetrado, pero tiempo al tiempo. Nada hay más inseguro que el pasado vasco. ¿El pasado es pasado y, por tanto, inamovible? Ni mucho menos. ¿Cómo se ganan los pueblos el derecho a decidir su pasado? En esto hay tradición… e imaginación.

Así, encontramos al pueblo vasco forjando su identidad desde el Neolítico hasta la fecha, fenómeno tan inverificable como único en la historia de la Humanidad. O a los vascos resistiendo a los romanos a ultranza, no pasarán, o pactos medievales del pueblo vasco con la Corona tras batallas legendarias, sin más base que la imaginación ideológica. O las soberanías originarias de unas ilusorias repúblicas vascas perdidas en las noches de los tiempos y tomadas como artículo de fe.

«Esta era la tesis de la tierra desde mucho antes de Sabino o de Larramendi», aseguraba en 1995 el PNV, justificando versiones de este tipo, tomadas del fuerismo tradicional. Afirmaba una especie de soberanismo intelectual, convirtiendo «la tradición jurídica y política vasca» en el elemento que prueba la veracidad histórica, en una especie de ‘yo me lo guiso, yo me lo como’ que ahorra investigaciones.

Así, la retórica autorreferencial presenta los fueros de origen medieval como una especie de constitución liberal. Las guerras carlistas se convierten en una guerra nacional, Euskadi contra España, que terminará con la ocupación militar española. Los liberales quedan como perversos antifueristas y los carlistas serán los depositarios de las esencias vascas por los siglos de los siglos.

Y etcétera. Ahora nos enteramos de que Barakaldo era euskaldun a mediados del XIX, novedad, y para acabar con esta circunstancia trajeron obreros españoles, acabando con los vascoparlantes, que, al parecer, hubieron de emigrar. Nada de esto tiene ni pies ni cabeza, pero así lo aseguran en ETB, oráculo de la historia configurada al modo victimista y nacionalista. La Guerra Civil se convierte en otra guerra nacional en la que el pueblo vasco (todo él nacionalista, sin pluralismos) se opone a la España agresiva. Para redondear la faena, el acoso de ETA a la sociedad vasca y a la democracia fue una guerra entre dos bandos, no una agresión terrorista. El final de la historia: para más maldad, los españoles le niegan un trato justo a la otra potencia vigilante, ETA (encarnación del pueblo vasco), básicamente la principal víctima.

Las injerencias en el pasado tratan de arrimar el ascua de la historia a la sardina del nacionalismo, versión irredenta. «Quien controla el pasado controla el futuro y quien controla el presente controlará el pasado», asegura ‘1984’. En la distopía de Orwell, el totalitarismo reconstruye continuadamente el pasado, para que el presente -presente ideologizado- quede siempre legitimado.

Entre nosotros, buena parte de las políticas culturales esencialistas se dirigen a reconstruir el pasado. No es un pasatiempo inocente. El ‘soberanismo histórico’ sirve de propaganda y de elemento legitimador de las mayores barbaridades. La invención del pasado lo transforma, proporcionando la imagen de poderes soberanos desde la Edad Media: no cejamos contra Carlomagno (en Roncesvalles), no lo haremos ahora. ‘In illo tempore’, en aquel tiempo. Puede la imagen de que la verdad está en el pasado, que no fue una circunstancia histórica, sino mensaje transcendente que nos fija los deberes.

¿Existe el derecho de los pueblos a decidir su pasado, contra el sentido común? Tal práctica tiene relación con la reivindicación del derecho a decidir futuros.