José Ignacio Torreblanca-El País
Cuando creíamos que lo habíamos visto todo, el procés nos sorprende con otra innovación: el derecho a no decidir.
Pero llegados a esa velocidad en la que los aviones encuentran menos resistencia para elevar el morro y despegar que para forzar una frenada, el independentismo decidió abortar ese despegue de la nación catalana hacia la estatalidad. Y en lugar de declarar la independencia, arriar las banderas de España y reclamar el monopolio legítimo de la violencia en un territorio y sobre una población, los independentistas cantaron Els segadors y se marcharon a casa (algunos a Bruselas).
Desde entonces, las decisiones de no decidir se han convertido en el método habitual de operar del procés. Se decidió no convocar elecciones y por tanto no hacer nada para evitar que se aplicara el 155. También se dejó pasar el plazo para presentarse juntos a las elecciones.
Y ahora, una vez constatado que Puigdemont no puede ser candidato, el president del Parlament decide no decidir sobre qué candidato proponer para la investidura y lo paraliza todo.
No es de extrañar que tanta frenada tenga alterados a los pasajeros. Cientos de años esperando a despegar y justo cuando se estaba a punto se aborta y se acaba varado en el secarral al final de la pista. Los pasajeros tendrán que reclamar una explicación, pero no a los servicios de emergencia que acuden al rescate, sino a los irresponsables pilotos, que ni se atreven con la independencia ni tienen el valor de renunciar a ella para, a cambio, gobernar.
No querer decidir, no querer gobernar, no querer renunciar, no querer desbloquear, no querer avanzar. Jamás un liderazgo prometió acelerar tanto y renunció tanto a hacerlo.