ABC 12/08/16
MERCEDES MONMANY, ESCRITORA
· La violencia ha llegado para quedarse por mucho tiempo. Por un lado, ese tipo de violencia monstruosa, asesina, ciega, impensable del terrorismo y por otro, la violencia, la indiferencia, el frío nihilismo, que producimos nosotros mismos cada vez más, sin darnos cuenta, en el corazón de nuestras sociedades, en el corazón de la vida pública, intelectual, verbal, física
¿ EXISTE una patología especial que haga reconocibles a los monstruos, a los asesinos? En su obra mundialmente célebre Si esto es un hombre, Primo Levi, sobreviviente de Auschwitz, advirtió: «Los monstruos existen, pero son demasiado pocos para ser verdaderamente peligrosos: los que son más peligrosos son los hombres corrientes». El miedo nunca ha dejado de ser desprestigiado, sobre todo desde las filas del extremismo político, de los que se quieren revolucionarios. Los ministros del Interior serían calificados, invariablemente y con desprecio, así como las fuerzas de seguridad, de «duros». En cada país, se les recuerda con frases llenas de conmiseración o desprecio diciendo: «Ya se sabe, fue ministro del Interior», como quien tuviera un pasado turbio de maltratador o de vecino conflictivo, aficionado a crear artificialmente problemas.
Sólo recordar un reproche repetido, y reciente, refiriéndose a estas últimas elecciones habidas en nuestro país, por parte de partidos populistas, con una notable falta de educación democrática: el resultado ha sido debido a «la campaña del miedo». Partidos que, de forma inquietante, se niegan a firmar un pacto yihadista que todo el arco parlamentario ha suscrito, y que sin embargo se permiten invocar «campañas del miedo». Campañas orquestadas, se supone, como «arma política» para provocar el cambio en la tendencia de voto «natural» de grandes masas de ciudadanos. Pero, afortunadamente, la libre voluntad de la que siguen disponiendo los votantes para decidir quién es el mejor para representarlos sigue aquí en funcionamiento. También para elegir a quienes les inspiran menos temor. Ese mismo temor que durante tanto tiempo han sufrido países como Israel que tenían dos legítimos derechos: derecho por parte de los ciudadanos que habitan en él a tener miedo y derecho a defenderse.
Que individuos, a menudo con algún tipo de perturbación mental severa o patología, o aparentemente padres de familia «corrientes» –como señalaba Levi– «radicalizados» en dos días o a lo largo de todo un año, como se apresuran a analizar psicólogos, sociólogos y especialistas en yihadismo, emprendan acciones extremadamente violentas, sin necesidad de haber sido entrenados anteriormente, forma parte de una gran, nihilista y permanente legitimación y «normalización» de la violencia, indiscriminada, a escala global. Cuanto más salvaje e indiscriminada, mejor, más rápido correrá por redes y televisiones que no cesan de escupir imágenes de un horror total, sin paliativos, que poco a poco se hacen «soportables» por lo repetido.
La violencia ha llegado para quedarse por mucho tiempo. Por un lado, ese tipo de violencia monstruosa, asesina, ciega, impensable por la inclusión de objetivos –niños, embarazadas, ancianos indefensos– por parte de un terrorismo que toma la forma de campo de exterminio portátil, sin necesidad de escoger un lugar preciso, como el Auschwitz científicamente programado por los nazis. Un terrorismo que cada vez asciende más grados inconcebibles en el horror. «La determinación de matar –decía el Nobel Elias Canetti en su obra maestra Masa
y poder– es de índole muy particular y no hay ninguna que la supere en intensidad».
Un terrorismo en guerra contra nuestras sociedades y nuestra forma de vida, como ellos mismos declaran. Ya que no se puede vencer a todo un continente de golpe, Europa, y a una civilización, la occidental, sí se le puede poner de rodillas, implantar el germen del pánico y el miedo como forma de vida, a todas horas: hundir la economía a través del turismo sobre todo y, en general, trastocar su relajado, confiado y festivo modo de entender la existencia. En especial, el ocio, lo que más odian, ya que la mayoría de este ejército móvil del terror son jóvenes y saben muy bien de qué se trata.
Pero, por otro lado está también la violencia, la indiferencia, el frío nihilismo, que producimos nosotros mismos cada vez más, sin darnos cuenta, en el corazón de nuestras sociedades, en el corazón de la vida pública, intelectual, verbal, física. Tensiones y conflictos, dirán algunos, inevitables en el contexto de una sociedad democrática, simples «debates», «bromas» de mal gusto a través de internet, libres expresiones que no tienen en cuenta creencias íntimas ni respeto ajeno, pero que se generan en un clima cada vez más desatado de hostilidad y agresividad. Agresividad campando a sus anchas, insultos a muertos que no se pueden defender y a familias que no pueden llevar a cabo su duelo en paz.
Agresividad extrema respecto a la cual los jueces se declaran impotentes e incapaces de juzgar, con las leyes actuales en la mano. Pero hay que insistir: la violencia ha llegado para extenderse y quedarse durante mucho tiempo. Unas veces disfrazada de violencia política que se implantó democráticamente a través de las urnas, como es el caso de Venezuela –y lo fue de Hitler en su día–, otras veces implantada a través del terror del que hablábamos, ya sea en Siria o en esa guerra de guerrillas actual emprendida por Daesh en toda Europa, cebándose de manera muy especial con Francia.
La violencia siempre ha estado ahí y ha atraído hipnóticamente, por oleadas, sobre todo a gente joven, gente con la ira a flor de piel, crispada, indignada con todo un universo difuso, demoníaco, conspirador y culpable de su infelicidad. Una violencia hipnótica que atraía como la miel a abejas furibundas a los personajes de Dostoievski en su obra Los endemoniados, para los que el Bien y el Mal simplemente habían dejado de existir. Como decía el personaje central, Stavroguin, «ya no existen los fenómenos morales». Y, según eso, tampoco existen por tanto «interpretaciones morales de los fenómenos». Sólo queda integrarse en la «pasión de la destrucción» que, como decía Bakunin, el ideólogo de todos ellos, «es la verdadera pasión creadora». Es decir, el puro Mal en caída libre, regresando a la pura bestialidad y a instintos primitivos de carácter animal, sin ningún tipo de regulación «humana». Dostoievski, que en las últimas décadas del siglo XIX había comprendido el instinto suicida de caos y destrucción en el interior de la sociedad rusa – caos político, desorden administrativo, ligereza de la clase dirigente, a lo que se añadía un fanatismo obsesivo en el interior de «las almas» de los jóvenes más ingenuos–, leyó un día en «La Gaceta de Moscú» la noticia de un crimen que había cometido una célula terrorista, liderada por un tal Necháyev, y organizada entre los estudiantes de Moscú. Necháyev era un seguidor de Bakunin y había dejado escrito: «El revolucionario no tiene intereses propios, asuntos privados, sentimientos, vínculos personales, de propiedad. No tiene ni siquiera un nombre. Sólo le absorbe un interés sobre todo lo demás, un solo pensamiento, una sola pasión: la revolución. Sólo conoce esta ciencia: la ciencia de la destrucción».
El 21 de noviembre de 1864 aquella célula terrorista, y aquella ideología, había matado en un parque moscovita a un estudiante que quería abandonarlos. Dostoievski, que tenía el don de leer a través de los periódicos, construyó con esa noticia el rostro del criminal, sus sentimientos, gestos y palabras, su interior más recóndito. Y de ello resultó una obra maestra intemporal que era todo a la vez: un panfleto contra los movimientos fanáticos y revolucionarios emergentes en aquellos días, una recusación en contra del nihilismo que avanzaba a pasos agigantados entre una juventud libre de cargas morales y de viejos «prejuicios» de tipo humanista y, sobre todo, un lúcido y soberbio libro de Historia. Una Historia que, desgraciadamente, nunca ha acabado, como pretendieron algunos.