En attendant, nos queda releer, subrayar y difundir masivamente el discurso de Ana Iribar. La viuda de Ordóñez es una mujer exigente, con una capacidad envidiable para importunar a la autoridad. A Ibarretxe lo desencajó. Más que víctima del terrorismo, Iribar es una militante de la democracia y, por tanto, de la memoria, que es el combustible de la Justicia. Sin memoria, el crimen se desvanece. Sin memoria, el material que sirvió para destruir volverá a utilizarse. Y no me refiero sólo al ideológico. También al humano: ahí está Arnaldo Otegi, mascota de proetarras, cuperos y podémicos, recibido por el presidente de los empresarios vascos como si fuera Macron.
El alegato de Iribar, fuego frío, tuvo tres partes. Primero vinculó el nacionalismo catalán con el vasco, como es intelectual y políticamente obligatorio. A ver si ahora vamos a cometer con Urkullu los errores que cometimos con Pujol. El más estúpido, pensar que el nacionalismo que condena la violencia es un ejemplo de moderación y, además, agradecérselo. Iribar también emplazó al Gobierno a contrarrestar la «tensión nacionalista» con una implacable y concreta «tensión democrática»: fuera proetarras de las instituciones, fuera mercaderes de la mediación y fuera también cupos, privilegios y cesiones al PNV, aunque sea a cambio de los presupuestos que Sáenz de Santamaría espera pactar en las próximas semanas. Y, por último, in crescendo, la viuda de Ordóñez reclamó a las instituciones algo que no existe y que, si fuera por los gobiernos vasco y navarro, no existiría jamás: una lista en la que aparezcan exclusivamente las víctimas de ETA. Sin que sus nombres se diluyan en una sopa de violencias de naturaleza distinta.
Da pereza y pudor insistir, pero si ellos son inasequibles a la razón nosotros lo seremos al desaliento. Las víctimas de ETA no son equiparables a los muertos –rojos y azules– de la Guerra Civil, ni a los terroristas torturados por policías en abuso de su poder, ni a los hijos traumatizados porque sus papás asesinos están presos. Las víctimas de ETA son víctimas de una idea criminal, que se ejecuta –literalmente– contra un Estado democrático y, como tal, radicalmente legítimo. Esa idea criminal, esa sórdida ficción tribal, es un País Vasco limpito no ya de rastros de la Constitución española sino de constitucionalistas de carne y hueso. Lo criminal de ETA no son sólo sus métodos. De forma previa e indeleble lo es su raíz totalitaria y supremacista. La que comparte con un sector del separatismo catalán, hoy roto y desquiciado. En cuanto a los delitos cometidos por funcionarios de un Estado democrático, son abyectos, sí. Merecen condena, claro. Pero no responden a una ideología criminal. Son crímenes de ejercicio y entre sus víctimas está el propio Estado.
A partir de esta distinción obvia y sin embargo despreciada por tantos ayuntamientos vascos y navarros –vean el carnaval historicista de Etxarri Aranatz–, al Estado democrático le corresponde ofrecer a las víctimas de ETA una protección singular. Y es aquí donde algo falla. Catastróficamente. El sábado por la noche me asaltó una paradoja aciaga: existe un derecho al olvido, pero no un derecho a la memoria. A ver si explicándolo me lo explico. En España no se puede hacer una lista de asesinos de ETA. Ni siquiera un fichero –neutral, burocrático, útil para periodistas y pedagogos– con todas las sentencias judiciales y sus correspondientes condenas. La Ley de Protección de Datos lo impide porque entre los asesinos hay ex asesinos. Es decir, individuos cuyos antecedentes penales se han evaporado en cuanto han cumplido sus condenas. Tienen el derecho a que nos olvidemos de lo que hicieron.
Las víctimas de ETA, en cambio, no tienen un derecho a la memoria. Lo que, por innovar, llamaré un derecho al hecho. Hace poco el Diario Vasco entrevistó al hijo de Gregorio Ordóñez. El periodista le preguntó cuánto sabía del asesinato de su padre, 23 años después. Javier contestó: «En estas cosas nadie se chiva de nadie y existe cierto grado de desconocimiento aún. Me gustaría conocer la verdad pura y sencillamente. Saberlo todo». Lo que reclama es su derecho al hecho y nuestra cultura de derechos infinitos debería concedérselo. Y como hoy me he levantado constructiva, y como mi amiga la abogada Carmen Ladrón de Guevara ha reflexionado largamente sobre este grave asunto, voy a hacerle una propuesta concreta al Gobierno. O a quien pueda interesar.
El principal motivo de que muchas víctimas de ETA no conozcan los hechos que han devastado y definido sus vidas es que el derecho ha sido generoso con el olvido: amnistía, indulto y, sobre todo, prescripción. La imprescriptibilidad de los delitos terroristas no se introdujo en el Código Penal hasta 2010. Yo estaba en el Congreso. De forma que son decenas o más –es imposible contabilizar– los casos en que terroristas de ETA han logrado evitar el banquillo acogiéndose, aunque fuera en el último instante, a que sus delitos han prescrito. Y sin juicio no hay hechos probados. Y sin hechos probados no hay derecho al hecho.
¿Cómo podemos resolver esta injusticia no legal pero sí objetiva? Con independencia de que la responsabilidad penal haya prescrito, podríamos invocar un derecho a la verdad. Y además de invocarlo, podríamos articularlo. Los propios tribunales de Justicia, o mejor aún, una Fiscalía específica, en colaboración con el Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo que dirige Florencio Domínguez, podría asumir la tarea de averiguar todos los hechos relacionados con los atentados de ETA. Describir con exactitud lo ocurrido. Identificar a todas las víctimas y señalar a los culpables. Nombrarlos, uno a uno. Explicar lo que sus crímenes han supuesto para los muertos y para los vivos, familia y sociedad. Y dejar claro, en un documento público y oficial, que la ausencia de reproche penal –por la prescripción del delito, por el cumplimiento de la condena o por el motivo que sea– no es sinónimo de ausencia de delito. Ni de absolución moral. Ni por supuesto de olvido. Al recibir el Premio Gregorio Ordóñez, Manuel Valls pronunció una frase que sólo a los cínicos y distraídos sonó banal: «Las sociedades sin memoria no son capaces de enfrentarse a los retos del presente». El derecho al hecho es la suprema tarea de la democracia frente a las mentiras del nacionalismo. Las de ayer y las de hoy.