Javier Tajadura-El País
La decisión del Gobierno resultaba obligada para poner fin a la situación de inseguridad jurídica
Por segunda vez en nuestra historia reciente, y en esta ocasión por causas de mayor gravedad que la paralización del tráfico aéreo ocurrida en 2010, el Gobierno ha decretado el estado de alarma previsto en el artículo 116 de nuestra Constitución y regulado por la LO 4/81. El estado de alarma —junto con los de excepción y sitio— se ubica dentro del denominado “derecho de crisis”, esto es del previsto para hacer frente a situaciones de emergencia mediante la atribución al Gobierno de poderes extraordinarios. En el Estado constitucional, la regulación de las situaciones de excepcionalidad tiene como una de sus finalidades evitar que los hechos acaben imponiéndose sobre el derecho. De lo que se trata es de dotar al Gobierno de unos poderes de los que en circunstancias de normalidad no dispone, pero garantizando la seguridad jurídica —elemento esencial del Estado de derecho—, y precisando el alcance de las restricciones de los derechos fundamentales de los ciudadanos.
Desde esta óptica, la declaración del estado de alarma decretada por el Gobierno resultaba obligada para poner fin a la situación de inseguridad jurídica generalizada que se había ido imponiendo la semana pasada cuando las diversas Administraciones adoptaron medidas, como el confinamiento de personas, que —con independencia de su necesidad— eran manifiestamente inconstitucionales por falta de cobertura legal. Las drásticas medidas restrictivas de derechos que es preciso adoptar para hacer frente con éxito a la crisis sanitaria provocada por la expansión del coronavirus requerían y requieren inexcusablemente la declaración del estado de alarma. Uno de los supuestos establecidos por la ley como justificación de la declaración de la alarma es la existencia de una epidemia que afecte gravemente a la salud pública.
A diferencia del estado de excepción y de sitio, en el estado de alarma no se suspende ningún derecho fundamental, pero se establecen restricciones muy fuertes a distintos derechos. Con todo, hay que reconocer que, en la práctica, no resulta fácil establecer la línea que separa las medidas fuertemente restrictivas de un derecho fundamental de su suspensión. Lo relevante es que estas medidas de reforzamiento del poder del Gobierno y de grave afectación de los derechos de los ciudadanos solo pueden ser adoptadas en el marco del “derecho de crisis” y con el debido control parlamentario. Aunque el Gobierno puede decretar el estado de alarma, su prolongación más allá de 15 días requiere la aprobación del Congreso de los Diputados. Y todas las medidas dictadas a su amparo están sujetas al control del Poder Judicial. El estado de alarma se configura así como el instrumento jurídico que permite hacer frente a una crisis sanitaria grave respetando los principios del Estado de derecho.
El reforzamiento de los poderes del Gobierno implica restricciones graves a la libertad de los ciudadanos, por un lado, y la suspensión temporal, en determinados ámbitos, del sistema de distribución competencial entre el poder central y los poderes autonómicos, por otro. En ese contexto, los principios informadores del “derecho de crisis” son el de “estatalización”, que implica el control por el poder público de recursos del sector privado, y el de “centralización” de las competencias y de la toma de decisiones.
El decreto de declaración del estado de alarma aprobado el sábado establece que, durante su vigencia, la única autoridad competente es el Gobierno y designa como autoridades delegadas a los ministros de Interior, Defensa, Sanidad y Transportes. Como únicas autoridades competentes, el presidente y los citados ministros pueden dar órdenes e instrucciones a todos los funcionarios y agentes de todas las Administraciones Públicas. Todas las fuerzas de seguridad, personal sanitario, etcétera, quedan bajo sus órdenes. Se trata de una consecuencia del principio de centralización de competencias inherente al “derecho de crisis”. El decreto no supone invasión de competencias autonómicas, sino suspensión temporal —y limitada a ciertos ámbitos— del sistema de distribución competencial.
Las medidas incluidas en el decreto incluyen restricciones severas de los derechos de los ciudadanos, todas ellas previstas en la LO 4/81. La más grave es la limitación del derecho a la libre circulación, indispensable para lograr la contención de la expansión del virus. Se habilita también al Gobierno para imponer “prestaciones personales obligatorias” a los ciudadanos. Y se ponen bajo su control todos los recursos sanitarios del país, incluidos los del sector privado. El Gobierno puede requisar e intervenir cualquier industria, establecimiento o local que sea preciso, como, por ejemplo, hoteles, para reconvertirlos en hospitales. Finalmente, se atribuye a los miembros de las Fuerzas Armadas la condición de agentes de la autoridad para imponer el cumplimiento de las obligaciones previstas durante el estado de alarma.
Por último, la declaración de alerta sanitaria —aunque el decreto nada diga al respecto— es motivo que justifica el aplazamiento de las elecciones autonómicas acordado en Galicia y en el País Vasco. La Loreg debe ser reformada por vía de urgencia para dar la necesaria cobertura jurídica a estas medidas.