Santiago González-El Mundo
Después de lo ocurrido el jueves hay algunas cosas que empiezan a estar claras. La aplicación del artículo 155 se realizó con retraso y la convocatoria de elecciones anticipadas con premura. Cabría señalar también que el artículo de marras apenas se aplicó para otra cosa que para convocar el 21-D y para devolver las obras de Sijena. No es que la cosa careciese de mérito. Era la primera vez que en las democracias europeas se disolvía un Parlamento regional y se destituía a todo un Gobierno autónomo. Había una notable incertidumbre sobre el resultado de la aplicación y esta no fue mala.
Comprobado que el rigor constitucional debió ensayarse mucho antes, la consulta electoral debió atrasarse por lo menos hasta que empezara a refluir el impacto emocional que la ley había producido entre los separatistas.
No fue posible. El presidente del Gobierno, fiel a su mejor estilo, quiso que parte del problema lo arreglaran otros, que aunque la mayoría de su partido en el Senado bastaba para declarar el 155, era políticamente deseable una unidad más sólida, algo que pareciese un inexistente bloque constitucional. Yo mismo consideré preferible una mayoría de 214 votos, el 81% de la Cámara Alta, que el inevitable titular: «Aprobado el 155 por el PP en soledad».
Naturalmente, esto tenía costes. El apoyo del PSOE y Ciudadanos al 155 (negado hasta dos semanas y tres meses y medio antes, respectivamente) tenía como contrapartida el compromiso de convocar elecciones cuanto antes. Basta ver el resultado del PSC para comprender que sólo uno de los dos socios acertaba. Pedro Sánchez también consideró un casus belli la intervención de TV-3, y Mariano Rajoy prefirió confiar su neutralidad a la Junta Electoral. El PP tendría que haber pensado en que vale más acertar solo que equivocarse en compañía. Lo había advertido Edward Gibbon, un historiador versado en decadencias y caídas: «La conversación enriquece la comprensión, pero la soledad es la escuela del genio».
El hundimiento del PP en Cataluña hasta la pérdida del grupo parlamentario es una derrota épica, sin paliativos, aunque en su calificación se cuelen algunos intereses espurios. García Albiol era un candidato que no podía competir con Inés Arrimadas, pero no ha sido por su culpa. Su partido fue cómplice del secesionismo en la legislatura demediada de Artur Mas (2010-2012) en la que la presidenta del PPC, Alicia Sánchez-Camacho, firmó un pacto de legislatura con el increíble hombre menguante, tan menguante que se lo merendó la CUP.
Hay un punto de sadismo en los analistas que piden a Rajoy un adelanto de las legislativas. Él se ha negado y con razón: «Lo que nos faltaba». Podría haber añadido: «Ya adelanté las autonómicas y pueden ver el resultado». Es particularmente llamativo el entusiasmo de Aznar con el triunfo indiscutible de Inés Arrimadas, sin recordar aquellas cesiones de impuestos del 96, la educación, el catalán en la intimidad y la cabeza del Bautista Vidal-Quadras, que una Salomé tan improbable como Pujol le pidió a Aznar y este se la dio, un año después de que hubiera conseguido el mejor resultado de los populares hasta entonces, 17 escaños. La bella Inés no acierta en sus primeros pasos si persevera en renunciar a los derechos de primogenitura. Su victoria es estimulante para la causa constitucionalista, pero si cede la iniciativa política al par alucinante, sólo servirá para seguir aplicando el 155.