Con la experiencia acumulada, el único final dialogado admisible es el que se produce con posterioridad al desistimiento de los terroristas. Pero, oídos unos y otros, parece que ni ETA ha interiorizado aún su derrota ni que todos los que apoyaron la resolución en el Congreso comparten la misma interpretación del Acuerdo de Ajuria-Enea.
Cada vez que se vislumbra el final de la violencia, se abren entre los partidos democráticos profundas discrepancias. Así ocurrió ya en 1988, cuando se redactó el ahora recuperado punto 10 del Acuerdo de Ajuria-Enea, sin duda uno de los más difíciles de consensuar de todo aquel trabajadísimo texto. Verdad es que, por entonces, las discrepancias se reducían a aquellas dos todavía difusas posturas que solían expresarse mediante la contraposición entre ‘vías políticas’ y ‘vías policiales’, y que el Acuerdo de Ajuria-Enea no encontró, por lo mismo, excesivos obstáculos a la hora de cohonestarlas en una síntesis que, por lo que hoy podemos ver, aún no ha sido superada.
No pasaron, sin embargo, muchos años sin que las mismas discrepancias volvieran a aparecer con renovadas virulencia y fundamentación teórica. Así, ya en el Congreso extraordinario que el Partido Popular celebró en febrero de 1993, con vistas a las inminentes elecciones de aquella primavera, los conservadores consagraron la doble doctrina del «cumplimiento íntegro de las penas» y de la «negación incondicionada del diálogo con los terroristas», que se entendió como un acto de ruptura con el espíritu y la letra del Acuerdo de Ajuria-Enea. Del otro lado, a raíz de la Conferencia de Paz que, en 1995, se celebró en el Hotel Carlton de Bilbao bajo los auspicios de Elkarri, los partidos nacionalistas comenzaron a teorizar sobre una salida dialogada a la violencia que vinculaba, de manera igualmente contraria a los principios del Acuerdo, el final del terrorismo con la consecución de las aspiraciones políticas del nacionalismo.
El conocido como Plan Ardanza, de marzo de 1998, no fue sino un intento de volver a reducir a la unidad las dos posturas discrepantes. Su propio título: «Documento de trabajo para un acuerdo entre los partidos de la Mesa sobre el final dialogado», indicaba claramente cuál era la fuente de las tensiones que a finales de los noventa amenazaban con arruinar el Acuerdo de Ajuria-Enea. Pero, tras el fracaso del intento, lo que habían sido discrepancias teóricas comenzaron a tomar cuerpo en la realidad. Los nacionalistas pusieron en práctica su idea de final dialogado en el Acuerdo de Lizarra y los populares, fracasada la tregua, impusieron desde el poder, y con la connivencia asegurada de los socialistas a través del Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo, su teoría de la derrota policial sin expectativa alguna de diálogo.
Ahora, tras la victoria socialista del 14 de marzo de 2004, pero, muy especialmente, a raíz de las elecciones vascas del pasado 17 de abril, el Gobierno, movido, al parecer, por la percepción de un próximo final del terrorismo, inicia una todavía poco y mal explicada maniobra para cohonestar de nuevo las que, a día de hoy, se presentan ya como posturas irreconciliables. Y, así, deseando atender, de un lado, al compromiso adquirido con los populares en torno al Pacto antiterrorista y apremiado, de otro, por la necesidad de dar satisfacción a sus nuevos aliados, propicia una estrategia que, sin querer renunciar a la idea de la derrota policial, pretende dar también cabida a un final de la violencia a través de un proceso de diálogo. Reúne para ello, en una resolución parlamentaria, palabras e ideas que, aunque procedentes de los diversos textos que han dado consistencia teórica a la política antiterrorista de los diversos gobiernos, no logran, sin embargo, recabar el apoyo del Partido Popular ni, en consecuencia, mantener incólume uno de los tres pilares básicos de la lucha contra el terrorismo: la unidad de los demócratas.
Y es que el problema no está quizá en el diseño del final, sino en las dudas que aún persisten sobre la definición que da origen a todo el proceso. En efecto, el Acuerdo de Ajuria-Enea sólo pudo prefigurar una solución final para la violencia, porque fue capaz de comenzar por una definición rigurosa de su naturaleza. Frente a quienes entonces querían -y hoy siguen todavía queriendo- ver en el terrorismo de ETA «la expresión de un conflicto político irresuelto», Ajuria-Enea se atrevió a definirlo, simple y llanamente, como «la expresión más dramática de la intolerancia y del exclusivismo». Por ello, el único final dialogado que cabría apoyar es aquel que se produce con posterioridad al desistimiento de los terroristas. Más aún, tras tanta experiencia acumulada, hoy debería saberse también que tal desistimiento no se producirá en razón de un proceso de persuasión a través del diálogo, sino como consecuencia de la interiorización de la derrota por parte de los terroristas.
Ahora bien, oídas las declaraciones de unos y otros, no es para nada seguro ni que ETA haya interiorizado aún su derrota ni que todos los que apoyaron la resolución socialista en el Congreso compartan la misma interpretación del Acuerdo de Ajuria-Enea.
José Luis Zubizarreta, EL CORREO, 22/5/2005