La hoja de ruta de Ibarretxe, compleja como un cuento interactivo, preveía que el Parlamento vasco autorizase una consulta: si alcanzaba un acuerdo con Zapatero, sería ratificadora. En caso contrario, habilitadora. Si la cámara no ratificara y tampoco habilitara, convocaría elecciones. Lo que pudo ser una severa advertencia en septiembre, suena después del 9 de marzo como si Ibarretxe amenazara con pegarse un tiro en el pie.
La cumbre de La Moncloa se saldó como se esperaba, aunque tuvo una duración notable: dos horas y media para un desencuentro cantado. El lehendakari, entre cuyas lecturas de autoayuda no figura el Cómo ganar amigos, había preparado el clima votando a favor de una moción parlamentaria que acusaba a Zapatero y a su Gobierno de «amparar sistemáticamente y sin excepción» a las Fuerzas de Seguridad en las denuncias de torturas, sin tener en cuenta que, entre un terrorista y un policía, es bastante natural que el presidente del Gobierno tenga una querencia por el guardia.
Ibarretxe venía a demostrar que Madrid no nos entiende y el presidente del Gobierno, que a él, a dialogante, no le gana nadie. Como si hiciera falta después de ocho reuniones, amén de las que tuvo su predecesor en La Moncloa. Aznar, que era un castellano más neto, más lacónico, le escuchó mientras hacía una de sus proclamas radicales y respondió: «Entonces no vamos a tener nada de qué hablar».
Puede que Zapatero, más de la escuela narrativa leonesa, tratara de demostrarle que se investigan todas las denuncias de torturas, repasándolas una a una, y eso lleva un tiempo. El dirigente vasco compareció después de la entrevista para mostrar una decepción inexistente. «Quien sólo tiene en la cabeza elecciones, no tiene en la cabeza soluciones», dijo, en lo que prometía ser el primer lance de un gran duelo de quiasmos, una reedición del mano a mano de sonetos entre Emilio Romero y Jaime Campmany en los ocasos del franquismo. Aquella justa la ganó Campmany y en ésta habría vencido Zapatero, que ya había derrotado de un solo quiasmo al mismísimo San Juan Evangelista: «No es cierto que la verdad nos hace libres, es la libertad la que nos hace más verdaderos».
No hubo tal. El presidente se limitó a recordar que el único que había hablado de elecciones fue el propio lehendakari. En efecto. Su hoja de ruta, compleja como un cuento interactivo, preveía que el Parlamento vasco autorizase una consulta: si alcanzaba un acuerdo con Zapatero, sería ratificadora. En el caso contrario, habilitadora. En el caso de que la cámara no ratificara y tampoco le diera por habilitar, convocaría elecciones en otoño. Y ustedes verán. Parece evidente que, lo que pudo ser una severa advertencia a finales de septiembre, suena después del 9 de marzo como si Ibarretxe amenazara con pegarse un tiro en el pie.
Un Zapatero sobrio estableció dos condiciones necesarias para que cualquier iniciativa pueda ser tomada en serio: que parta de un acuerdo amplio de la sociedad vasca y que respete la Constitución. Por acotar el significado de amplio tal vez debió especificar que tanto acuerdo social, al menos, como el del Estatuto que se trata de superar. Así nos evitaríamos, de paso, el ridículo del Estatut de Maragall, 10 puntos menos de apoyo popular en el referéndum del que obtuvo el de Sau en 1979.
Ibarretxe es un discutidor berroqueño y tenaz, modelo «yo a lo que te voy». El presidente habría hecho bien en repetirle unas palabras del discurso que ya le dirigió en el Congreso, el 1 de febrero de 2005: «Salvo en estos últimos 25 años, nuestra historia constitucional es un recetario de fracasos (…) porque normalmente se hicieron constituciones de partido, normas políticas con el 51%, y las normas políticas con el 51% para ordenar la convivencia acaban en el fracaso (…) Lo que expreso en esta Cámara es que busquemos el 70%, el 80%, el 100% para una norma institucional básica en Euskadi». Aunque el lehendakari se empeñe en no entenderlas.
Santiago González, EL MUNDO, 21/5/2008