Miquel Escudero-El Imparcial
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Hace ya quince años de la muerte de Miguel Delibes; inolvidable escritor, académico y premio Cervantes de Literatura. Al margen de sus talentos literarios, destacaba por su integridad y su honradez. Aún sintiéndose –según confesaba- insociable y huraño, Delibes tenía una extraña capacidad para integrar con fuertes vínculos a sus amigos y familiares. En la abundante correspondencia que él y Paco Umbral se cruzaron, se hace manifiesto que ambos escritores vallisoletanos se deseaban lo mejor de todo corazón. En especial, Umbral, hombre lleno de pesadumbres y que sabía ser antipático, afirmó que Delibes era uno de los pocos amigos que le quedaban y sentía felicidad por los éxitos de su ‘hermano mayor’ (tenía doce años más).
Germán Delibes Caballero, uno de los dieciocho nietos que tuvo el autor de las Memorias deportivas de un hombre sedentario, acaba de publicar un libro de evocación: El abuelo Delibes (Destino). Se diría que es un libro para la familia, pero, ciertamente, también para la familia grande de sus lectores, agradecidos por hacerles pasar buenos ratos y ayudarles a vivir con mayor delicadeza y plenitud. Tras escribir en 1998 su última novela, El hereje, Delibes sufrió varias operaciones a consecuencia de un cáncer y ya dejó de escribir los doce años que le quedaron de vida; también dejó de cazar, una de sus grandes pasiones que le permitía alcanzar una estrecha camaradería entre los componentes de su cuadrilla.
Voy a resaltar uno de los párrafos más atractivos de estas páginas escritas por el nieto de Delibes:
“El olor a cuero del morral y de la funda de la escopeta se entremezclaban con el aroma a tomillo impregnado en las botas utilizadas el domingo anterior”.
Delibes tenía pasión por el cine. Como redactor de El Norte de Castilla hizo numerosas críticas de cine. Llevó a cabo la adaptación al español de los diálogos del Doctor Zhivago, e intervino como figurante en Mr. Arkadin, de Orson Welles. Y siempre fue un gran entusiasta de la vida de campo y del deporte; lo practicaba y también lo seguía por televisión como aficionado, en especial: las gestas deportivas de Rafa Nadal, Perico Delgado y Miguel Induráin. “Los Delibes, desde bien pequeños, hemos incorporado la bici a nuestras vidas”.
De talante permisivo y protector hacia sus nietos, gustaba tanto ‘escuchar el silencio’ como tararear boleros o canciones de María Dolores Pradera. En una entrevista radiofónica, en el verano de 1999, reconoció haber sido un niño melancólico y triste, a quien no le gustaba nada ir al colegio: “Y era muy callado. Nunca dije que no me gustaba ir al colegio, me aguantaba e iba”. Miguel Delibes recalcó que: “Una vez me preguntaron por qué había tantos niños protagonistas en mis novelas. Para mí, el niño –dije- es un ser que encierra toda la gracia del mundo y tiene abiertas todas las posibilidades, es decir, puede serlo todo”; digamos mejor que puede ser y hacer muchas cosas valiosas, no todo.
Podríamos hablar de la repercusión de llevar un apellido ilustre en la literatura. Voy a referir una anécdota personal ocurrida hace algo más de veinte años. Gracias a Susana Picos, excepcional jefa de prensa de Alianza Editorial, tuve oportunidad de almorzar con el profesor Camilo José Cela Conde, el hijo de Cela. Acababa de obtener el premio de Novela Fernando Quiñones con Como bestia que duerme, de la que se señalaba que los peores monstruos son aquellos que se esconden dentro de la memoria. Seríamos unas doce personas alrededor de la mesa. Fue un encuentro realmente agradable. De pronto, alguien le planteó al invitado una pregunta insólita: “¿A qué escritor le gustaría parecerse?”. El hijo de Cela no citó a su padre y respondió sin dudarlo: “A Miguel Delibes”. Me quedé mudo y pensativo.
En bachillerato, Germán Delibes tuvo un profesor que dijo en clase que a él no le gustaba la narrativa de Delibes y que lo decía ‘bien alto a pesar de que su nieto esté en clase’. Y el nieto nos cuenta:
“Para un chico en plena pubertad, aunque demasiado tímido, aquello no dejaba de ser un golpe bajo, una afrenta que no supe encajar. Fruto de la indignación respondí con un escueto: A mí tampoco cómo da usted clase. Una afirmación que dio con mis huesos en el pasillo para regocijo de mis compañeros de aula, que disfrutaban de un enfrentamiento que jamás busqué y que, visto con la perspectiva que dan los años, me sigue pareciendo una provocación innecesaria por su parte”.
Y la vida sigue con los sabores y aromas acumulados con largas e intensas vivencias, con naturalidad, con orgullo, con la responsabilidad que da el aceptar ser heredero.