Juan Carlos Girauta-ABC
- «Cada abuso de poder, cada rasgo autocrático, cada invasión de otro poder del Estado, cada uso político de la Fiscalía habrían merecido, junto con las pertinentes reacciones parlamentarias y judiciales, la severa reprobación de media opinión pública. De toda ella en un mundo ideal, pero consta la lenidad de la izquierda para las trapacerías de su palo»
¿Por qué el Gobierno solapa un atropello con otro? ¿A qué esa velocidad en lo despótico? La clave es que puede cometer más cacicadas mientras recorta los tiempos de reacción. Así el personal, desalentado, deja de criticar. Es lo que tiene el exceso de novedades, que cansa. Una sola exhibición de vanidad del parvenu -un avión para un concierto o un helicóptero para una boda, por ir al origen- puede hundir el prestigio de un político en una democracia normal. Pero dos corruptelas y tres demasías por semana, no. ¿Paradójico? Tal vez, como casi todo lo interesante.
De este modo, la opinión pública se desborda con tanto abuso, incapaz de prestarle a cada latrocinio, a cada alcaldada, a cada indignidad la atención requerida. Se agota en el intento de responder con la indignación necesaria. Se deprime al constatar la creciente insensibilidad de su propio tejido. Se queda boquiabierta ante la falta de ética profesional de una tropa paniaguada que recita argumentarios gubernamentales en lamentables griteríos denominados, sin sonrojo, tertulias o debates.
Una tesis falsa liquida tu carrera política en Europa. O que el ministro del Interior azuce a la jauría contra manifestantes del Orgullo Gay, provoque violencias y acto seguido se invente un informe policial y lo filtre a la prensa amiga. O que se inventen un comité de expertos mientras gestionan la pandemia peor que nadie. O que se ataque al Rey a traición desde el propio Ejecutivo, confirmando su condición de banda. No pretendo redactar un listado. El lector sabe a qué me refiero. Cada abuso de poder, cada rasgo autocrático, cada invasión de otro poder del Estado, cada uso político de la Fiscalía habrían merecido, junto con las pertinentes reacciones parlamentarias y judiciales, la severa reprobación de media opinión pública. De toda ella en un mundo ideal, pero consta la lenidad de la izquierda para las trapacerías y desmanes de su palo. Cada gesto autoritario con la oposición, cada sometimiento de la ley a la conveniencia de sus asilvestrados socios habría provocado el sano escándalo en un cuerpo social vivo.
Nada más lamentable que esa llamada de la gestoría Ciudadanos a no reaccionar ante el recrudecimiento de la operación Madrid. Le dicen a la presidenta que no es momento de «trifulcas». Aquí «trifulca» significa defender los intereses de tu comunidad, sabiendo que el sacrificio de miles de empresas es un paso más en tu linchamiento. No: en tu asesinato civil. Simula Cs no ver la ira que provoca en el progrerío el éxito del modelo madrileño. Venga, tú déjate de trifulcas, le dicen a ella -¡no a Sánchez!- unos socios de gobierno con más peligro que Islero. No sé cómo nos pudo crecer todo eso ahí dentro. Pido disculpas por la parte que me toca.
A lo nuestro. Demasiadas arbitrariedades, chapuzas, nepotismos, ocupaciones de lo público y horteradas narcisistas. Parece un narcoestado bolivariano. No importa si se trata de una estrategia deliberada o emergente. El caso es que funciona y responde a un patrón identificable. El Ejecutivo ha decidido vivir al borde de la legalidad (por el lado de fuera), y tensar varias veces por semana las normas básicas de la convivencia y la buena fe, imprimiendo a los cambios políticos un ritmo revolucionario.
Nada más ilustrativo de la estrategia destructiva del sanchismo que la renuncia a las negociaciones y consensos como forma de gestión corriente de lo público. Por cierto, ¿qué otra cosa distingue a una democracia liberal? Lo definitorio, como sabemos, es la división de poderes, las elecciones libres y periódicas, el respeto a derechos y libertades, etc. Pero lo que hace el gobierno socialcomunista es, precisamente, renunciar a negociar. Es lo que cabe esperar de quien está rompiendo los consensos constitucionales. Que pisotee cualquier entendimiento con la oposición para -consagrando el antagonismo como herramienta y como proyecto, como medio y como fin- ir minando todas aquellas limitaciones al desorden y a la ley del más fuerte que explican la democracia liberal.
Es en el desaliento, en ese punto de la estrategia para desandar la libertad, cuando la banda de Sánchez aprovecha para estrangular a cualquier poder que no sea él mismo. Ojo, no se van a dejar así como así. Por muy seguros que estén los Sánchez, Marlaskas y Campos, por más que cuenten con impagables ayudas en los poderes a neutralizar -Batet en el legislativo; Jueces para la Democracia, Fiscalía General del Gobierno, garzonitas y demás apóstoles del uso alternativo del Derecho en el judicial- la demolición de un sistema legítimo y asentado no es fácil. Los actores que no están en el ajo se saben más legitimados que sus agresores, y muchos pelearán hasta el final, entienda o no entienda la opinión la enormidad a la que está asistiendo.
Estamos en mitad de un choque que ya ha abollado algunas instituciones. Los ciudadanos, mientras, pueden adoptar una posición o echarse a dormir, pero el PSOE ya aplaude a Bildu en el Congreso. Las afinidades se han estrechado desde aquella fría reunión de Lastra y Simancas con los herederos de la ETA. Reunirse ya era una canallada, una puñalada a la memoria de las víctimas. Los dos socialistas lo sabían, a juzgar por su expresión culpable: pose forzada, la sonrisa apenas apuntada y ya congelada. Todo acusaba su mala conciencia. Pues se acabó. Lastra ya puede aplaudir a los bilduetarras, partirse las manos, identificarse con ellos frente al PP, que es de lo que iba el tema. Y Simancas ya puede reír, descongelado el rostro cual bacalao. Lo que tiene el PSOE que le hace tan resistente es la falta de conciencia.