José María Ruiz Soroa-El Correo

  • La propuesta de Urkullu es igual de vieja que Sabino Arana. Lo nuevo es la ventana de oportunidad para conseguirlo, la de las necesidades de la izquierda española

Es de sospechar que el lehendakari Urkullu no encontraba la forma de terminar su propuesta imaginativa y fértil de una «convención constitucional» que recientemente publicaba la prensa gubernamental, así que recurrió en el último párrafo al filón inagotable de la ontología heidegeriana. Al final, escribió, de lo que se trata es de «desarrollarnos en nuestro ser». Bobada solemne que, en cualquier caso, no deja claro de quién o de qué es ese ser que llama a crecer, aunque uno se barrunta que es sólo el suyo, es decir, el de los nacionalistas vascos. Lo digo porque las peticiones que el escrito del lehendakari contiene, si quitamos ese oropel imaginativo de las «convenciones constitucionales anglosajonas» a las que apela, son las de siempre.

Oropel o baratija: en su día fue Puerto Rico (¿recuerdan?) el Estado asociado inspirador de Ibarretxe. Luego tocó a Canadá y su ley de la claridad, invocada por Urkullu una y otra vez. Ahora son las «convenciones constitucionales anglosajonas». ¡Vaya usted a saber qué es exactamente eso si quiere perder su tiempo! Porque sea lo que sea, no funciona sino como vistoso papel de envolver de las sempiternas exigencias nacionalistas.

Antes de hablar de ellas más en concreto, pues son lo meollar del escrito de Urkullu, conviene observar que la sentencia del Tribunal Constitucional 76/1983 sobre la Loapa, que curiosamente cita el lehendakari, estableció precisamente a petición del Gobierno y el Parlamento vascos que la interpretación de la Constitución en el desarrollo del proceso autonómico era competencia exclusiva del propio Tribunal y que ni siquiera el Congreso y el Senado juntos podían establecer por ley una interpretación determinada. Sería tanto como declararse «poder constituyente» -afirmó- cuando Parlamento y Gobierno son sólo «poderes constituidos». Ahora resulta que en una reunión abierta y ambigua los representantes de Euskadi y Estado podrían reinterpretar la Constitución para adecuarla a los tiempos que corren (fórmula de Margarita Robles para designar las urgencias de la izquierda española). Rara cosa, vive Dios, aunque sin duda Conde-Pumpido avalará esta nueva ocurrencia: lo que no podía hacer el Parlamento español mismo, lo pueden hacer los partidos políticos en una mesa.

En su día fue Puerto Rico. Luego tocó Canadá y su ley de claridad

Bueno, ¿y qué es lo que quieren los nacionalistas vascos para poder ser un ente relleno de ser, y no uno amputado como se sienten ahora? Pues lo de siempre, es decir: primero y esencial, que se admita de una vez que España no es una nación sino un Estado. Un Estado que contiene dentro varias naciones (Euskadi, Navarra, Cataluña y Galicia) y algunas regiones, un Estado plurinacional territorializado. No es -¡importante dato!- una «nación de naciones» como pensaban y establecieron los constituyentes, sino un mero «Estado». Las naciones históricas, esas sí, esas sí son naciones fetén, redondas, homogéneas, perfectas en su ser. Por eso no cabe decir que Euskadi es una comunidad plurinacional, y por eso se puede «construir» el ser vasco de la ciudadanía a golpes de ordeno y mando.

Segundo, bilateralidad. ¿Y eso cómo se come? Pues entendiendo que Estado y Euskadi se relacionan de igual a igual y en caso de conflicto el árbitro tiene que serlo un órgano paritario y no un Tribunal Constitucional. Como el Concierto Económico y su Comisión, vamos. Así que basta nombrar dentro del Tribunal Constitucional una Sala especial compuesta por miembros designados en igual número por el Estado y Euskadi, que será la competente en las cuestiones privativas surgidas entre ambos. Por cierto, que la propuesta se extenderá luego a Europa, donde el Tribunal de Justicia deberá tener también una Sala bilateral para las cuestiones vascas. ¿O no?

Tercero, derecho a decidir. Decidir… ¿qué? Bueno, eso no es lo importante, en cada momento se verá lo que se decide o no se decide. Lo importante es reconocer que, al final, el que decide su futuro es el pueblo vasco él sólo, que nadie ni nada lo deciden por él, que no hay un pueblo español del que el vasco forma parte, que la ciudadanía se parcela por territorios, que ahí reside aquello que Bodin llamó «soberanía».

Bueno, ¿y todo esto es nuevo? Pues no, es igual de viejo que Sabino Arana. Si dejamos los oropeles, lo único nuevo es la ventana de oportunidad para conseguirlo, una ventana que las necesidades de la izquierda española en su alocada carrera por obtener el gobierno como sea han abierto. Al final, remedando a autor tan poco recomendable como Calvo Sotelo, la cuestión no es la de optar por una España rota o una España roja, sino conseguir ambas variables de una tacada. Costará lo suyo, pero si se siguen empeñando lo lograrán.