IGNACIO MARCO-GARDOQUI-EL CORREO
- El debate fiscal centra la atención porque nos afecta a todos, pero se desarrolla de una forma ridícula
El debate fiscal centra la atención y lo hace por varias razones. Es un tema tan importante como sensible para todos. Los impuestos condicionan la evolución de la economía y afectan a las rentas disponibles en un momento en que se encuentran acosadas por la inflación y la subida de tipos. La forma en la que se desarrolla no puede ser más ridícula, asíntota a lo escandaloso. Nadie se aclara, las opiniones se acomodan a las conveniencias y las actuaciones, en lugar de seguir criterios técnicos, responden a intereses políticos. Más bien a los electorales.
El Gobierno ha estado dividido desde un principio. La parte socialista se resistía a moverse, pues no quería subir impuestos (se opuso y votó en contra de la propuesta de Podemos) ni estaba dispuesta a bajarlos. Criticó hasta la saciedad al PP y apaleó sin piedad a los presidentes autonómicos -primero a Díaz Ayuso, luego a Moreno Bonilla y después a todos los demás- que osaron contradecirle y aplicar bajadas.
Aguantó así hasta que Ximo Puig pegó una patada -él le llamo ‘bajada selectiva’- en el hígado del discurso gubernamental, pues hasta entonces se había negado a cualquier medida, tanto selectiva como general, que implicara una menor presión fiscal. La decisión de Valencia destapó las incomodidades producidas al resto de los presidentes autonómicos del PSOE que, de cara a las próximas elecciones, ya penan lo suficiente para contrarrestar la marea de las encuestas sin tener además que soportar la presión de una comparación fiscal desfavorable. Por su parte, el presidente extremeño se puso creativo e hizo su aportación a la biodiversidad fiscal al decidir acometer una rebaja de las tasas en lugar de un descenso de los tipos impositivos.
Así estábamos de divertidos hasta que el jueves, la ministra de Hacienda, que es más generosa con las palabras que con las ideas, anunció una confusa reforma, acordada ‘in extremis’ con sus socios de Podemos (todos ellos renombrados y reconocidos hacendistas), que incluye de todo, como en Farmacia. Hay subidas dentro del IRPF, en las rentas de capital para los ricos, a los que añade un nuevo impuesto sobre las grandes fortunas que cambia de nombre y será de nuevo cuño, lo que impide utilizar los Presupuestos en su creación y obliga a negociarlo con las haciendas vascas y navarra, pero sortea la previsible oposición de la perversa Díaz Ayuso y de sus colegas. Todo ello unido a una rebaja muy cicatera con las rentas bajas y una sorprendente reducción de ‘género’ del IVA. También hay un recado para las empresas. Queremos que ganen tamaño para competir mejor y, en consecuencia… castigamos a las de mayor tamaño. Lógico, ¿no?
Por si fuera poco todo este galimatías, me temo que no hemos visto aún su final, pues es evidente que ni la presidenta madrileña ni el andaluz han dicho su última palabra en esta agria disputa fiscal, ni han lanzado el último misil de la guerra desatada. Lo que es evidente y gravemente dañino es que los criterios brillan por su ausencia y la objetividad hace tiempo que desapareció de escena. Todo son cálculos electorales y consideraciones políticas. Todo improvisado y poco meditado. ¿Piensa alguien de verdad que los 3.100 millones (en dos años) que van a tener que aflojar los ricos dan para reponer los más de 10.000 que costará la actualización de las pensiones? ¿O los más de los 12.000 millones de aumento (en tres años) prometidos a los empleados públicos? ¿O los cerca de 10.000 del extracoste de la deuda? ¿O los 12.000 de la aportación a la OTAN? ¿O los ni sé cuántos miles de millones que suponen las medidas anticrisis prometidas?
¿Está seguro el Gobierno de que los 23.000 afectados por el nuevo impuesto no se van a mover? ¿Y si se mueven y eluden el pago? Lo malo de esta penosa historia de los exiliados fiscales es que se van con su renta y su patrimonio, pero también con sus ideas y sus proyectos. Con su vida y su futuro. Aquí en el País Vasco podemos aconsejar en la materia. Otra lógica aplastante: el Estado ha recaudado más de 22.000 millones de euros extra gracias a la inflación. Por eso no se reduce el gasto ni un euro y se sube la presión fiscal. Sus efectos son imprevisibles. ¿Quién será capaz de explicar a un posible inversor extranjero que aquí tenemos dos impuestos sobre el patrimonio cuando en el suyo no habrá ninguno?