IGNACIO CAMACHO-ABC

  • España ha interiorizado la narrativa sesgada de una herencia de culpa histórica pendiente de expiación comunitaria

En la colección del Prado hay numerosas escenas de agresiones sexuales, entre ellas un secuestro de mujeres (las Sabinas), un suicidio tras violación (Lucrecia) o una invasión de intimidad femenina (Susana y los viejos). Cuadros que sólo una comprensión adecuada de la perspectiva histórica puede salvar de lo que el flamante ministro de Cultura llama «inercia de género». También hay un director inteligente capaz de bandear con tacto y mano izquierda el discurso sobre la desigualdad de sexos con que la mentalidad contemporánea presiona a los responsables de los museos, cuyos fondos tendrían que ser retirados de la vista pública si se aplicasen criterios éticos o sociales de nuestro tiempo. No parece que la gran pinacoteca española corra riesgo de cancelación por el nuevo criterio que Ernest Urtasun ha impuesto en su departamento. Pero lo del marco colonial y el etnocentrismo plantea más polémica. ¿Cómo se descoloniza un museo?, se preguntaba hace unos meses Miquel Iceta sin imaginar que su sucesor, al que el querido colega Javier Caraballo ha llamado «ministro de la Leyenda Negra», iba a sentirse en posesión de la respuesta al problema. Quizá pronto alcancemos a saberla, y también si alcanza a la tauromaquia picassiana o goyesca, a la herencia de América y a otras expresiones artísticas que evidentemente no cuentan con el visto bueno de la concepción revisionista adoptada por ciertos gurús de la izquierda moderna.

España es el único país que ha interiorizado el relato negativo construido en épocas pasadas por naciones adversarias que veían una amenaza en el imperio de los Austrias. Amenaza falsa porque le faltaba cohesión política, eficiencia económica y visión estratégica para constituirse en una verdadera potencia planetaria. La paradoja del caso consiste en que esa narrativa sesgada ha traspasado evidencias documentales, interpretaciones objetivas y cambios de modelos intelectuales para instalarse en la conciencia colectiva, etapa tras etapa, como una culpa heredada, un pecado original que necesitara una expiación comunitaria. Y la implosión del identitarismo `woke´ se ofrece como remedio para propiciarla mediante una catarsis a medida, una resignificación capaz de establecer una mirada distinta, naturalmente dirigida por el principio de hegemonía política. Se trata de imponer desde el poder un nuevo paradigma que aplaque el cosquilleo de ese remordimiento por siglos de supuesta violencia moral, cultural y física contra las poblaciones indígenas, vistas ahora como correlato de las clases oprimidas. El ministro Urtasun trae bajo el brazo un programa votivo, redentorista, de misionero escogido para acabar siquiera de forma simbólica con siglos de injusticia. Quizá alguien deba recordarle, a título de observación preventiva, que Colón era catalán según los historiadores de cabecera de sus intocables socios separatistas.