EL MUNDO – 03/11/15 – ELISA DE LA NUEZ
· Los partidos independentistas no disponen de las mayorías necesarias para modificar ni siquiera el Estatuto de Autonomía, y mucho menos la Constitución, por lo que han decidido saltárselos a la torera.
Se ha escrito mucho sobre lo que está pasando en el Parlamento catalán tanto desde una perspectiva política como jurídica. Pero quizá hace falta poner el énfasis en un dato esencial para ayudar a comprender la sucesión de los acontecimientos: los partidos secesionistas catalanes no se quieren desvincular de España; de lo que se quieren desvincular en realidad es de los requisitos propios de las democracias representativas, democracias que, por cierto, son las únicas que existen.
Sabemos que un elemento imprescindible del éxito de todo movimiento populista es la manipulación del lenguaje. Esta manipulación va mucho más allá de la pura y simple falacia (del tipo «mi partido ha sido el que más ha luchado contra la corrupción» por poner un ejemplo de actualidad) que es una herramienta tradicional de los partidos políticos y que tiene la ventaja de poder ser rebatida fácilmente con datos, siempre que alguien se moleste en buscarlos. El retorcimiento de los conceptos comunes que empleamos al hablar y al pensar es algo bastante más peligroso que una mentira monda y lironda, dado que cambia su significado introduciendo a su usuario, casi sin darse cuenta, en el terreno de la fantasía, particularmente en el de las peligrosas fantasías colectivas. En este espacio las razones pueden ser sustituidas por las emociones aunque ese lenguaje, claro está, sólo sea válido para los que forman parte de ese movimiento. No hay posibilidad real de entablar un diálogo y menos una negociación con los que se han quedado fuera y siguen manejando los conceptos convencionales de democracia, representación, Estado de Derecho o soberanía.
Como ejemplo de conceptos cuya utilización ha alcanzado un éxito histórico notable podemos mencionar el de «pueblo» –no digamos ya si es el «elegido» implícita o explícitamente– el de «nación», el de «proletariado» y entre nosotros más recientemente el de «casta». El potencial político de estos binomios simplistas (en definitiva, hablamos de buenos y malos) es tremendo, particularmente en épocas de crisis. Pero conlleva un riesgo altísimo en una sociedad moderna, plural y compleja, dado que para compartirlas hay que renunciar previamente a la capacidad crítica y al pensamiento individual.
Por eso denominamos populistas –ya sean nacionalistas, estatistas, socialistas o conservadores– a los movimientos políticos que apelan preferentemente a las emociones gregarias (nosotros frente a ellos) frente al método tradicional en las democracias representativas, en las que hay una pluralidad de competidores políticos (los partidos) que tienen que convencer a los electores de uno en uno. Este esfuerzo exige razonamiento, debates públicos, programas electorales y un gran esfuerzo en distinguir la oferta propia de la del competidor. En cambio en Cataluña la cosa se está simplificado al menos en el bloque secesionista: los partidos que lo conforman están confluyendo electoralmente en aras de la consecución de la independencia.
Lo más interesante es que la deriva de los partidos catalanes secesionistas de estos últimos años está siguiendo un camino inverso al que está recorriendo un partido nacido precisamente del malestar ciudadano por el injusto reparto de sacrificios en la crisis, como es Podemos. Precisamente parte de las dificultades de este partido se deben, en mi opinión, al hecho de haberse convertido en un partido más, que tiene que defender sus ideas en el seno de una democracia representativa. De esta forma ha tenido que dejar atrás un potente movimiento social transversal (como el 15-M o las diversas mareas) y su eficaz utilización del binomio casta-pueblo, lo que sin duda es una buena noticia. El problema es que mientras que Podemos transita con total normalidad hacia la democracia representativa, los partidos secesionistas catalanes (muy particularmente CiU, el partido de la conservadora burguesía catalana) transitan con total anormalidad en sentido inverso hacia un movimiento transversal que se parece cada vez más a un auténtico Movimiento Nacional, con la inestimable ayuda de un partido antisistema que al menos tiene claro que lo de la democracia representativa no es lo suyo.
No creo que sea exagerado calificar el fenómeno secesionista que vive Cataluña de Movimiento, pese a las connotaciones que esta expresión tiene en nuestra Historia reciente. Probablemente sus propios promotores no tendrán más remedio que estar de acuerdo. Eso sí, este tipo de movimientos transversales tienen como característica común el rechazo a la pluralidad, a la democracia representativa y al Estado de Derecho que les es consustancial. Me interesa destacar que mientras que los movimientos de desafección ciudadana en el resto de España han conseguido articularse políticamente a través de unos o varios partidos respetuosos con las reglas de una democracia representativa, en Cataluña se ha producido el fenómeno inverso, de manera que lo que está desapareciendo allí son los partidos convencionales, la democracia representativa y el Estado de Derecho. O para decirlo en términos más exactos lo que está desapareciendo a ojos vistas es la democracia, al menos en la única versión homologable con la de los Estados de nuestro entorno.
El hecho de que en Cataluña sigan existiendo formalmente partidos políticos nacionalistas con estructuras formalmente independientes las unas de las otras no debe de distraernos del fenómeno esencial: la tendencia a la unificación de estos partidos, que ya no compiten entre sí, como ha demostrado la reciente lista única en las elecciones catalanas y el programa conjunto que se anuncia para las generales. Se obvian los rasgos diferenciales, si es que los hay, y se acentúan los rasgos comunes, o para ser más exactos, el único común, el objetivo final de la secesión sea como sea. Por eso una candidatura como Junts pel Sí puede ponerse fácilmente de acuerdo –incluso con la CUP– en una ruta para «desconectarse» de España, pero no en asuntos más triviales como el qué impuestos cobrar o cómo gestionar la sanidad. No hay que preocuparse, todas estas cuestiones menores quedan subordinadas ante el gran objetivo nacional de conseguir la independencia. En definitiva, ya no se hará política con estos temas, sólo habrá mera gestión administrativa. ¿Les suena de algo?
Poeque conviene recordar que también en el otro Movimiento hubo al principio más de un partido (la Falange y la Comunión Tradicionalista) hasta que se concluyó que era preferible dejar de lado las pequeñas diferencias ideológicas para concentrarse en el auténtico objetivo común que era ganar la guerra. Por eso se promulgó el Decreto de unificación de 19 de abril de 1937. Eso sí, la unificación no fue voluntaria, se hizo a golpe de BOE y el resto de los partidos existentes fueron suprimidos, pero es que Franco no creía en la democracia parlamentaria.
Los partidos secesionistas en Cataluña, por el contrario, no dejan de hablar de democracia, pero me temo que ya no se trata de la vieja democracia parlamentaria, sino de un concepto manipulado que sirve para justificar lo que se decide por métodos muy poco democráticos. Recordemos que la antigua Alemania del Este se autoproclamaba república democrática, mientras que la del Oeste se autodenominaba sencillamente República Federal, lo que nos ocasionó no pocos problemas de identificación a los escolares de mi generación. Los que sí tenían claro cuál de las dos era la auténtica eran los alemanes que vivían allí.
En definitiva, para los que estamos fuera de la fantasía secesionista el concepto de democracia que manejan los partidos catalanes independentistas sencillamente no es compatible con las reglas de juego de una democracia representativa. Así, la hoja de ruta de la llamada «desconexión democrática» supone una ruptura radical –eso sí, por fases y por métodos pacíficos, que la gente no está para sustos– con los procedimientos democráticos y con el Estado de Derecho. La realidad es que los partidos independentistas no disponen de las mayorías necesarias para modificar ni siquiera el Estatuto de Autonomía, y mucho menos la Constitución, por lo que han decidido saltárselos a la torera.
Pues me temo que con tales mimbres la futura república catalana, si es que alguna vez llega a existir, se va a parecer mucho a la democracia (orgánica) surgida de otro Movimiento Nacional.
Elisa de la Nuez es abogada del Estado y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.