Kepa Aulestia, EL CORREO, 7/7/12
Mintegi y Alduntzin encarnan la cara y la cruz de una izquierda abertzale que improvisa respuestas sobre un guión inalterable
La izquierda abertzale tiene ante sí el primero de los dilemas que le ha presentado la normalidad: debe decidir si se toma a pecho la moción de censura que la oposición mayoritaria en las Juntas Generales de Gipuzkoa votó ayer contra el diputado Alduntzin o le es más conveniente asumirlo como un revés insignificante. Debe optar entre darle notoriedad victimista al «frente anti-Bildu» o intentar que lo ocurrido no pase de ser un mero incidente palaciego. Si se mostrase muy ofendida tendría que actuar en consecuencia, y no parece que cuente con herramientas para hacerlo en el plano institucional. Además el problema al que se enfrenta es que el diputado que reemplace a Alduntzin y la Diputación deberán proceder a una gestión de los residuos que eluda –si no en el fondo cuando menos en la forma– la moción de censura de ayer.
Las basuras poseen más poder de desgaste que de cohesión para la izquierda abertzale, especialmente si se convierten en la seña de identidad de su primera experiencia de gobierno. Frente a la teoría de quienes interpretan todos y cada uno de los pasos que da u omite la izquierda abertzale como expresión de una estrategia premeditada convendría barajar la hipótesis del desconcierto, el caos y la improvisación disimulados por la apariencia de control que brinda el secretismo. Alduntzin descubrió «humo» en la moción de censura, pero quizá lo confundió con los espejismos que genera la propia izquierda abertzale.
La sucesión de sondeos que pronostiquen que el PNV ganará las próximas autonómicas seguido a corta distancia por EH-Bildu va camino de convertirse en el paisaje dominante de una precampaña interminable. Esa seguridad de que los resultados serán más o menos así acaba moldeando el comportamiento electoral, hasta el punto de que los votantes solo necesitan reproducir la fotografía que se les ha mostrado de antemano. Pero es el escrutinio previsible lo que incita a dar la sorpresa durante los meses o las semanas que resten para los comicios. Fijado el pulso entre los jeltzales y la izquierda abertzale, unos y otros están obligados a diferenciarse en mucho más que la disputa por las basuras y, al mismo tiempo, a contener sus fricciones no sea que se necesiten a la vuelta de las urnas. Pero por de pronto la izquierda abertzale busca el mejor resultado posible en Álava y Bizkaia como el cortafuegos más eficaz para enfrentarse a una moción de censura que le desaloje de la Diputación de Gipuzkoa. Necesita votos y, si no aliados, precisa cuando menos neutralizar el afán opositor del PNV y del PSE-EE.
La izquierda abertzale está a punto de experimentar su enésima metamorfosis, aunque las improvisaciones previas a la vertebración de Sortu como partido podrían llevarle a reinventarse incluso. Su preocupación porque la ciudadanía y hasta su base electoral no confíe demasiado en su capacidad de gestión le llevan a la presentación del consejo de gobierno que se haría cargo de la autonomía vasca en caso de que EH Bildu ganara de calle las próximas elecciones autonómicas. Pero la propia concepción de la gestión pública ha experimentado una mutación tan drástica a cuenta de la crisis que ni siquiera la heterodoxia radical puede zafarse del envite. Ni las cuentas cuadran con facilidad ni permiten desplegar una actuación demasiado ocurrente. A no ser que a la nueva denominación de los departamentos de gobierno el programa de EH Bildu añada una apuesta rotunda por el «decrecimiento» apelando a la renuncia colectiva de reactivar la economía sobre un patrón homologable al entorno competitivo. Si no lo hacen es porque, más allá del humo de las palabras y gestos, la izquierda abertzale sociológica es partícipe del bienestar que procura el crecimiento, y cuanto más mejor.
Cuando su candidata a lehendakari, Laura Mintegi, se estrenó reclamando la independencia para evitar el «naufragio español» dejó en el aire la duda sobre qué «intereses de clase» podía representar semejante proclama y qué relación mantiene con la «justicia social» quien aspira a ponerse a salvo mediante un estado propio. Importa poco cómo fue designada, ni el orden que ocupó respecto a las personas tanteadas con anterioridad que rehusaron jugar ese papel. Importa poco si ha venido para quedarse o se trata de una encomienda efímera. Pero la querencia por figuras con vitola de laboriosos fichajes, con el candor entre inocente y adanista que aportan siempre, forma también parte de la improvisación –de la transferencia taumatúrgica de responsabilidades a las que proceden las organizaciones más herméticas– al tiempo que evoca una transición que se pretendería enmendar nada menos que treinta y cinco años después.
Telesforo de Monzón se sintió conmovido porque «aquellos chicos» le situasen a la cabeza del porvenir. Mintegi aboga por una paz perfecta, aunque se traiciona al precisar que debe quedar libre de «larvas» que pudieran generar nuevos conflictos. Ocurre cuando se piensa en que la paz «no es solo ausencia de violencia». En el decimoquinto aniversario del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco la paz requeriría que quienes acabaron con su vida y quienes siguen sin condenar su muerte teatralizada con tanta saña dijeran algo al respecto que se parezca a un arrepentimiento.
Kepa Aulestia, EL CORREO, 7/7/12