Patxo Unzueta-El País
Todo posible pacto sobre la lengua debería partir de una revisión de los criterios que cuestionen la igualdad de oportunidades
El Gobierno se plantea aprovechar su posición como responsable provisional de la gobernación de la comunidad catalana al amparo del 155 para hacer cumplir las sentencias judiciales desobedecidas sobre determinados aspectos de la política lingüística de la Generalitat. Por ejemplo la sentencia del Constitucional sobre el artículo 35 del Estatut: “Nada impide que el Estatuto reconozca el derecho a recibir la enseñanza en catalán y que esta sea la lengua vehicular; pero nada permite (…) que el castellano no sea objeto del mismo derecho”. Con esos límites, el debate derivó en Cataluña hacia la cuestión del derecho de los padres a elegir el modelo de enseñanza de sus hijos.
Como ya ocurría en el País Vasco, cuya ley del Euskera contempla la existencia de tres modelos lingüísticos entre los que los padres pueden elegir: el modelo A, con el castellano como lengua vehicular con una asignatura de euskera, elegido por el 10% de las familias. El modelo B: con unas asignaturas en castellano y otras en euskera, preferido por el 23%. Y el D, con el euskera como lengua vehicular y el castellano como asignatura, elegido por el 66%.
Esta opción tan mayoritaria por una vía similar a la inmersión catalana sorprendió en su momento a los expertos, que esperaban que lo fuera la fórmula del bilingüismo, de acuerdo con la composición lingüística vasca, con un 36% de vascoparlantes. Sin embargo, había razones para ello: como explicó en su momento el antropólogo Mikel Azurmendi, la revisión etnicista en los años 70 del viejo racismo aranista se basa en el principio de que si bien “solo la lengua hace vasco al vasco, también convierte en vasco al forastero”. Su aprendizaje actúa como fielato de ingreso en la comunidad nacionalista.
Pero cambiar la lengua de tal vez un millón de personas es un programa de alto coste para los ciudadanos Ha habido otros intentos, como el fracasado de Irlanda o el que fue posible en Israel, en una sociedad militarizada. En Euskadi hay fuertes incentivos para aprender euskera: el principal, que es la llave para acceder a empleos públicos en una sociedad en la que el paro sigue siendo la primera preocupación de sus ciudadanos. El debate social sobre esta cuestión concreta, que tiene más que ver con la igualdad de oportunidades que con cuestiones de identidad, es ya la principal divergencia sobre la lengua entre los partidos vascos. El objetivo de una sociedad en la que toda la población domine las dos lenguas pasa por políticas específicas en el ámbito de la enseñanza. El aprendizaje desde la primera infancia es la vía más rápida y menos costosa en términos de convivencia. Ha permitido por ejemplo que el 60% de los jóvenes de entre 16 y 25 años sean plenamente bilingües y que resulte verosímil que en un plazo de 10 ó 20 años lo serán casi el cien por cien.
Pero el reforzamiento de esa vía mediante políticas de discriminación positiva, como la exigencia de un perfil lingüístico dado para acceder a ofertas públicas de empleo (OPE), es problemático. No es lo mismo aprender una lengua desde la infancia que en edad adulta. Y una cosa es garantizar que la Administración atienda en euskera a todo aquel que lo solicite y otra obligar a que todos los funcionarios tengan que dominar esa lengua. Todo posible pacto sobre la lengua debería partir de una revisión de los criterios que cuestionen la igualdad de oportunidades y por un consenso sobre el derecho de los padres a elegir modelo.