La ‘fatiga pandémica’, que la OMS tardó diez meses en consignar, no afecta solo a los ciudadanos. Afecta también a la gobernación del país. No solo porque, presumiblemente, los gestores públicos padecen estrés, apatía y hasta cansancio físico, como les ocurre a sus representados. Además se resiente la credibilidad de las instituciones, mientras crece el escepticismo social. Como ocurre con la ‘fatiga pandémica’ sobre los ciudadanos, el desgaste de la política es imperceptible. Entre otras razones porque dedica buena parte de sus energías a disimularlo. La primera ola dio lugar a una gobernación de excepcionalidad que, a través del estado de alarma y el confinamiento, condujo a una concentración del poder sin precedentes en democracia, a la práctica restricción de las libertades, a la neutralización efectiva de los mecanismos de control y a la drástica rebaja de la transparencia informativa. Todo ello, admitido como algo inevitable por parte de los ciudadanos, pudo generar entre los gobernantes una sensación de omnipotencia que compensaba la incertidumbre; mientras la confrontación partidaria daba la espalda a la emergencia.
Medio año después del fugaz alivio veraniego, quienes pilotan el Gobierno central y los Ejecutivos autonómicos se encomiendan a que el pico de la tercera ola se alcance en la primera semana de febrero, a que la vacunación proteja antes de Semana Santa a las personas más vulnerables, y a que a comienzos de verano se perciba un primer adelanto de las ayudas europeas. No son propósitos ni predicciones; son meros deseos que revelan la debilidad en que se encuentra el poder político. Debilidad que puede disimular porque la oposición parlamentaria es aun más endeble. Y porque de la misma manera que todo se ha vuelto discutible, también puede afirmarse o anunciar cualquier cosa.
La vertiente más visible del desgaste pandémico es que los gobernantes no acaban de repartir las culpas de la tercera ola con los ciudadanos, ni de distribuirse las responsabilidades para atajarla, aunque sea tarde. Ha destacado la diferencia entre la versión de Fernando Simón -«En Navidad lo pasamos mejor de lo que se debía»- y la de Bingen Zupiria -asumiendo en nombre del Gobierno vasco «la responsabilidad y las consecuencias» de lo ocurrido-. Pero, entre medias palabras y silencios, la omnipotencia de marzo y abril se ha tornado en una suerte de abordaje ‘plebiscitario’ de la crisis sanitaria. Que sean los ciudadanos quienes decidan; aun sabiendo que en este caso la mayoría disciplinada queda en manos de la minoría díscola. Mientras se extiende una desafección silente que durará más que la pandemia.