Eduardo Uriarte-Editores
Se les atribuye tanto a Bismarck como a Federico el Grande su admiración hacia España debido a la capacidad de supervivencia como nación que creyeron observar en nuestro país. Para ambas personalidades esa cualidad convertía a España en la nación más fuerte, porque, en palabras del monarca prusiano, “su propio Gobierno ha intentado durante muchos años llevarla a ruina, pero sin resultado alguno”. Esta amable, y posiblemente exagerada, visión de España, en el caso de Federico, quizás fuera debido a que no llegó a conocer los hechos que empezaron a marcar, gracias a sus gobernantes, la etapa más dolorosa de nuestro país. Desde Godoy a Franco, más de siglo y medio azotado por asonadas y guerras civiles. El general Zaratiegui se quejaba en sus memorias que él había tenido que combatir en tres de ellas.
El problema que surgió en los albores del siglo XIX es que para sobrevivir a las arbitrariedades y crisis política aparecían los militares con una espontaneidad y frecuencia que debe su origen a la guerra de la Independencia. Riego, Narváez, Espartero, O´Donnel, Serrano, Prim, Martínez Campos, Primo de Rivera y Franco (me dejo alguno) fueron protagonistas de nuestra historia, facilitando tal sucesión de enfrentamientos la visión romántica de muchos extranjeros de que España no estaba hecha ni para la convivencia ni el parlamentarismo. El cuadro de Goya de dos hombres dándose estacazos hundidos en la tierra, sin poder salir de ella, resumen con todo su dramatismo la consecuencia en la gente del pueblo de esa resistencia española a la arbitrariedad ejercida por sus gobernantes, la gente se mataba de tiempo en tiempo.
El carácter antiespañol que posee el nacionalismo de las diferentes repúblicas hispano americanas, frente a la empatía anglosajona de las colonias de Norteamérica por su vieja metrópoli, es un indicio del caínismo que se empezó a gestar desde el mismo Cádiz de las Cortes, constitucionalistas y serviles, y que llega a su apoteosis tras el Desastre del 98 impulsando los nacionalismos periféricos. La ruptura territorial del Imperio alcanza a la metrópoli, ni siquiera ésta dispone de los acicates ideológicos de las naciones vecinas para su cohesión.
Y en esas llegó el personaje que no sabe qué es una nación. Llegó cuando la apología de la necesidad de ésta apenas quedaba en manos de la derecha, nuestra Constitución y el esfuerzo nacional que fue la Transición quedó sin apología común frente a la emergente y sectaria partitocracia y la vitalidad política de las oligarquías locales periféricas que impulsan hasta el ridículo todo elemento folclórico o étnico cultural, muchas veces inventados, a la búsqueda de garantizarse el poder. Primero, ante la pasividad de los poderes centrales, recientemente ante el impulso interesado de la centrifugación por parte del partido del Gobierno. Es evidente que el proceso al caos está garantizado con la aquiescencia del voto piquetero de una parte muy importante de esa España anarquista y religiosa que nunca dejó de serlo. El camino elegido, la demagógica exaltación de la democracia, auténtica tumba de toda democracia, y la creación artificial del odiado enemigo, facilita la conversión del líder en autócrata.
La izquierda reaccionaria nos conduce al caos institucional prólogo del autoritarismo político. No será a manos, de momento, de un militar, sino del nuevo caudillo, el Puto Amo, tan amo y tan puto que no necesita gobernar, sino que por el mero hecho de detentar el poder coloniza el Estado, y cual rey absoluto, en la dispersión de los poderes periféricos de sus aliados nacionalistas, regionalistas, y anarcosindicalistas, nos devuelve al estado integral presentado en los primeros años del franquismo. No necesita gobernar, gobernar es un incordio – “haga como yo, no se meta en política”-, se compra o se someten las voluntades cual el más bello sueño fascista, con el uso de Goebbels de repetir la mentira hasta convertirla en verdad.
La nación está rota, aunque yace dormida en la sociedad, pero rota por la dinámica política impuesta por el Gobierno. Una ley de amnistía con la aprobación por cinco votos de diferencia, precisamente los votos de los beneficiados por ella, implica, en vez de la concordia, el desencuentro político radical entre las viejas dos Españas, la servil y la constitucional. Si no se le expulsa en estas elecciones el drama en su apoteosis liberticida lo veremos en pocos meses.