editorial El Mundo
NO DEBE aspirar el nuevo Gobierno a gozar de los 100 días de cortesía parlamentaria cuando ha demostrado a las primeras de cambio estar dispuesto a hacer concesiones de calado al independentismo, traspasando así una línea roja que los mismos socialistas proclamaban infranqueable. De hecho, es fácil imaginar el escalofrío que a líderes territoriales como la presidenta andaluza Susana Díaz le producirían ayer las palabras de la ministra de Política Territorial –quizá un eufemismo para no llamarla a secas de Política catalana–.
Meritxell Batet quiere abordar una reforma «urgente» de la Constitución y hacer después cambios legislativos para incluir «partes del Estatut» y otras leyes catalanas que fueron tumbadas tras ser declaradas inconstitucionales. Dicho de otro modo, el Gobierno de la Nación plantea premiar a los secesionistas que han protagonizado un golpe a nuestro Estado de derecho a través de una reforma de la Carta Magna a su gusto, volviendo a agitar fórmulas gaseosas como la de la «plurinacionalidad» que Pedro Sánchez nunca ha sido capaz de explicar. Abrir el melón de la reforma constitucional a modo de ocurrencia puede acarrear consecuencias impredecibles y supone una gran irresponsabilidad.
Tiene que aprender este Ejecutivo bisoño que con las cosas de comer no se juega. Claro que después de cuatro décadas de democracia sería bueno realizar algunas enmiendas en nuestra Ley Fundamental para mejorar los derechos y las libertades de todos los españoles. Pero eso sólo puede hacerse con un amplio consenso de las principales fuerzas parlamentarias, empezando por el PP, el partido con más escaños. Lo que en modo alguno se puede pretender por parte de un PSOE con sólo 84 diputados es animar a derribar la actual Constitución, que ha permitido el periodo más próspero en nuestra historia, para contentar a quienes tienen como objetivo dinamitar España. Esa política suicida nos condena a todos al fracaso, además de rebosar ingenuidad. El president Torra, tras frotarse las manos ante tanta pleitesía –que el viernes ya incluyó el regalo del fin del control previo de los gastos de la Generalitat–, avisó de que el diálogo debe incluir «el derecho de autodeterminación».
Mal vamos si ésta es toda la hoja de ruta de Sánchez. Los españoles –todos–, hayan nacido en Gerona o en Córdoba, tienen derecho a decidir el futuro de su Nación. E incluso si se plantean cambios constitucionales habrá que valorar si como desea la mayoría de los ciudadanos, según las últimas encuestas, el Gobierno central debe reforzar sus competencias, y no a la inversa. Si Batet quiere una Constitución para que Cataluña sea una Nación, en la que se pueda discriminar el castellano y exista un poder judicial independiente, todas ellas cuestiones que se anularon del Estatut por parte del TC, presumiblemente se encontrará con el rechazo de buena parte de los españoles, incluidos muchos votantes socialistas.