ANDONI PÉREZ AYALA-EL CORREO

  • No se sostiene que la derogación de la ley de 1977 es el único modo de restablecer los derechos de los procesados por el franquismo

Más que la Ley de Memoria Democrática en sí misma -incluidas las enmiendas de que ha sido objeto por parte de los mismos grupos que la impulsan-, lo que realmente tiene especial interés es el debate suscitado en torno a ella, antes incluso de que se hubiese iniciado su tramitación parlamentaria en el Congreso. Si bien esta ha sido aparcada de forma imprevista, sin que se sepa cuándo se va a retomar su discusión, lo que no ofrece dudas a la vista de la aguda controversia originada tanto entre el Gobierno y la oposición como en el seno del propio Ejecutivo es que se trata de un proyecto de ley cuyo camino a recorrer, en el Parlamento y fuera de él, no va a estar exento de dificultades.

No se trata de una ley más de las muchas que se aprueban regularmente en el quehacer legislativo ordinario, sino que toca uno de los puntos más sensibles de la Transición como es la Ley de Amnistía (1977), la primera que aprobaron las Cortes democráticas -y constituyentes- elegidas tras las cuatro décadas de dictadura. Esta es precisamente la causa del aparcamiento de su tramitación en el Congreso, prevista para estas fechas una vez finalizados los plazos reglamentarios de presentación de enmiendas. El proyecto va a ser, previsiblemente, objeto de intensas discusiones cuando se reanuden los debates parlamentarios sobre él.

Conviene hacer un ejercicio de memoria, lo que siempre es recomendable para evitar la propagación de versiones equívocas del pasado, ya que se invoca recurrentemente la memoria para justificar relatos -por utilizar un término que se ha puesto de moda- que no concuerdan bien con la realidad de los hechos. Es preciso recordar que si había un objetivo común que aglutinaba a toda la oposición al franquismo y era compartido por la totalidad de las fuerzas políticas que luchaban contra la dictadura, muy especialmente por las que más lo hacían y tenían por ello más gente en prisión, ese era, sin duda, la amnistía. Y que su consecución era el hito que marcaba el final del largo periodo dictatorial franquista, al tiempo que abría una nueva época que tendría su plasmación en el marco constitucional vigente hasta la actualidad.

De acuerdo con esta premisa, compartida por todas las formaciones de la oposición al franquismo, no puede extrañar que la primera iniciativa legislativa, presentada por el Partico Comunista de España (PCE) al día siguiente (14-7-1977) de la constitución de las Cortes democráticas, fuese una proposición de ley que hacía efectiva la amnistía. Fue el primer texto legislativo que se debatía en el Congreso recién estrenado y, tras las intervenciones de los representantes de todos los grupos -pueden verse en diario de sesiones de aquel día, páginas 953-974; sería recomendable leerlas, aunque solo sea como ejercicio de memoria-, fue aprobada con la abstención de Alianza Popular -antecedente directo del hoy PP- y sin votos contrarios por parte de ningun grupo, incluidos los que ahora claman por la derogación de la Ley de Amnistía.

Conviene recordar los hechos, aunque solo sea para evitar una (des)memoria interesada con la que construir relatos sobre lo ocurrido hace más de 44 años que puedan justificar las posiciones que se mantienen en el presente, en condiciones que nada tienen que ver con las de entonces. Pretender a día de hoy (2021) reescribir la historia de uno de los momentos claves de la Transición, como fue la consecución de la amnistía, mediante la derogación de una ley aprobada hace más de cuatro décadas solo puede servir para satisfacer a quienes buscan un protagonismo político actual a costa de una utilización interesada del pasado que, además de no ajustarse a la realidad de los hechos, nada aporta para solucionar ninguno de los problemas del presente.

La Ley de Amnistía, como cualquier norma jurídica, no es intocable y puede ser modificada por otra norma del mismo rango, de acuerdo con el principio clásico que establece que ‘la ley posterior deroga la ley anterior’. Pero lo que resulta más discutible y completamente infundado es sostener, como se viene haciendo por parte de quienes abogan por su derogación, que esta opción es la única que permite restablecer los derechos de los juzgados, condenados y encarcelados por el régimen franquista -entre los que, dicho sea de paso, me encuentro, al igual que otros muchos que también comparten las mismas posiciones- y que solo así sería posible eliminar el obstáculo que cuestiona la legitimidad democrática del sistema constitucional surgido de la Transición.

Una polémica como esta, al tocar un tema tan sensible como el de las secuelas de la dictadura, que en ningún caso debería ser olvidado, tiene un potencial polarizador como ningún otro, como puede comprobarse por los términos en los que se ha planteado la discusión sobre el asunto. Hay que tenerlo presente al tratar esta cuestión para que la necesaria memoria, histórica y democrática, de nuestro pasado reciente no sea un motivo -otro más- de disputas prescindibles. Y también para que un tema tan sensible como este no sirva para crear nuevos problemas, ni mucho menos para su utilización con el fin de tratar de conseguir una posición ventajosa contra los rivales políticos.