Teodoro León Gross-El País
Si aquella expresión se convirtió en un hallazgo fue precisamente por el acierto para definir, de un brochazo, la realidad: una unidad monstruosa con partes pespunteadas de distinto origen; y destinada, claro, a acabar mal
Si aquello del Gobierno Frankenstein se convirtió en un hallazgo —salido del cerebro luminoso y ladino de Alfredo Pérez Rubalcaba— fue precisamente por el acierto para definir, de un brochazo, la realidad: una unidad monstruosa con partes pespunteadas de distinto origen; y destinada, claro, a acabar mal. Con todo, ese Gobierno, más allá de ser legítimo, se ofrecía como una oportunidad para mover el statu quo y reconducir la cuestión territorial en los años duros del procés. Es verdad que la pandemia del coronavirus alteró el escenario, sí, pero en principio hacia un marco propicio para los consensos. Y no ha sido así. Estos últimos meses han bastado para comprobar que con esos mimbres es muy difícil operar con fiabilidad y cierta estabilidad. Y esto, ante una contracción de la economía a escala de la Guerra Civil, es una fatalidad. No hay compromiso. Basta ver cómo se han rajado los nacionalistas de la Conferencia de Presidentes, en el caso catalán para aferrarse a su campaña perpetua y en el del PNV para otra negociación bilateral oportunista, aunque al final Iñigo Urkullu haya aparecido por San Millán de la Cogolla. Los elogios al PNV, a menudo merecidos en términos de estilo, suelen obviar que los nacionalistas vascos casi siempre hacen un buen negocio. Para el resto de España quedan los trágalas y poco más.
El presidente Pedro Sánchez, esta semana, ha expresado hartazgo hacia el nacionalismo catalán en el Congreso. Lógico. Y en particular hacia Gabriel Rufián, portavoz de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), que sigue subiendo a la tribuna como depositario de las esencias de la democracia para acabar cuestionando la legalidad como “agresiones constantes” a Cataluña, toda vez que los presos sintetizan Cataluña. Es delirante. Y más allá del error Bildu para negociar el estado de alarma —cualquier confianza con la serpiente siempre acaba en mordedura envenenada—, el propio Unidas Podemos, socio de Gobierno, está atrapado ahí. Esta semana su líder, Pablo Iglesias, ante la acción judicial, se manifestaba elogiando el compromiso con la democracia de quienes aprobaron leyes ilegales para hacer un referéndum ilegal, el 1-O, que ha provocado la mayor crisis constitucional en la España democrática. Tal como los Comunes, Pablo Iglesias siempre acaba del lado de quienes desafiaron la legalidad, e incluso sembrando dudas sobre la Justicia, léase el Estado de derecho. La mayoría de la investidura, en fin, es un lastre cada vez más inquietante, sobre todo ante el reto de encauzar los Presupuestos Generales del Estado de la peor crisis.
Antes de que Países Bajos pueda tirar del freno de emergencia, deberían hacerlo Nadia Calviño y María Jesús Montero, pero la aritmética presupuestaria choca con la aritmética parlamentaria. No es raro que Pedro Sánchez confíe en que sea Ciudadanos quien encauce las cuentas, aunque incluso ahí el PNV pone palos en las ruedas; pero es imposible imaginar a Sánchez pidiendo al Partido Popular que se una a la mayoría de los presupuestos con Ciudadanos. Eso significaría el fin de Frankenstein pero probablemente también de la coalición gubernamental, que Vox va a rearmar con una moción de censura en el caos de septiembre: campaña de las catalanas, calendario de presupuestos, regreso a las aulas…
Si había alguna opción de colaboración del PP, con esto se bloquea. Este es el laberinto en que está el país. Y la propaganda podrá diferir y distorsionar la percepción de la realidad, pero no va a cambiar la realidad.