VICENTE VALLÉS-EL CONFIDENCIAL

  • Para sorprender y epatar, en ocasiones hay que mentir. La sorpresa radicaba en elegir al ministro de Sanidad como candidato a la presidencia de la Generalitat

Parecía la nueva jugada sobresaliente de la máquina-de-tácticas-políticas-ingeniosas-temerarias-e-infalibles-de-Moncloa. Consistía, como primera providencia, en sorprender y epatar. Y para sorprender y epatar, en ocasiones hay que mentir (segunda providencia). La sorpresa radicaba en elegir al ministro de Sanidad, Salvador Illa, como candidato a la presidencia de la Generalitat. La mentira, en negar hasta el último minuto que tal cosa fuese a ocurrir. Illa fue seleccionado para tan alta labor por voluntad personal del presidente del Gobierno y secretario general del PSOE, en un nuevo ejemplo de que las elecciones primarias para escoger a los candidatos son otro episodio fallido en la supuesta aspiración de renovar la democracia interna de los partidos en España.

Golpes de efecto, provocar desconcierto, coger al adversario a contrapié… El tacticismo del próximo cuarto de hora domina la política de nuestro tiempo. Pero los perspicaces operarios de esa maquinaria –tan exitosos otras veces, pero ensoberbecidos en su admiración por sí mismos– tuvieron un par de inexcusables olvidos. El primero, la peligrosa evolución de la pandemia. Se trata de un error de cálculo, porque no hay otro problema más grave. Y ese error de cálculo resulta aún menos comprensible si recordamos que el candidato es el ministro responsable de la gestión de esa pandemia que, según su propio testimonio, dispone de un inmejorable equipo de expertos capaces de prever con diligencia el discurrir del virus.

El segundo olvido es que no hay quien gane a los independentistas en el manejo de la trampa. Los Puigdemont, Junqueras, Aragonès o Rufián están inéditos en la gestión de las cosas, pero muestran un notable virtuosismo para el destrozo, así de Cataluña como de España como de las componendas electorales de quienes delinean planes en determinados despachos.

El diseño les parecía inmejorable: mantener a Illa al frente del ministerio hasta finales de enero, beneficiarse en ese tiempo de la esperanza provocada por la vacuna, y aterrizar en Cataluña como responsable del progresivo final de la calamidad sanitaria. Pero la calamidad sanitaria ha tomado sus propias decisiones desbocando la incidencia del virus. Y los independentistas también han tomado sus propias decisiones, aplazando la cita con las urnas hasta finales de mayo. Casi ‘sine die’. El pretendido «efecto Illa» puede pasar de sólido a líquido, y de líquido a gaseoso en ese plazo tan largo, porque una sorpresa lo es hasta que deja de serlo. Todo tiene fecha de caducidad, así en la política como en la vida.

Los diseñadores del plan, extraviados ante la evidencia de que su idea genial ha sido un fiasco, han llegado a acusar a los independentistas de «suspender la democracia». Y sus adversarios sospechan que Illa se ha negado hasta ahora a ordenar un nuevo confinamiento –en contra de la opinión de muchos expertos a los que antes se citaba como fuente de todas las decisiones del Ministerio de Sanidad– para no facilitar la excusa que justificara el aplazamiento de las elecciones catalanas, como ocurrió el año pasado con las vascas y las gallegas. Y, en un nuevo barroquismo propio de nuestro peculiar hábitat político, el ministro que tiene que decidir sobre el confinamiento resulta ser candidato en esas elecciones.

Illa asegura que seguirá en su cargo «hasta que empiece la campaña y centrado al 101%» en su trabajo en Sanidad. Por tanto, le quedan cuatro largos meses en el Gobierno. A su vez, se retrasaría la segunda intentona de Pedro Sánchez de traer a Madrid a Miquel Iceta. En esta ocasión, como posible ministro de Política Territorial. Hace un par de años quiso que presidiera el Senado, pero sus ahora socios independentistas lo impidieron. Iceta no consigue coger el puente aéreo.

Ahora, a Moncloa le toca recalcular porque el pretendido golpe de efecto prescribe. Eso no implica necesariamente que las expectativas electorales de Illa tengan que ser revisadas a la baja. Pero la velocidad a la que circula la política hace que aquello que hoy es una buena idea mañana pueda ser contraproducente; y pasado mañana, quién sabe si un éxito o una catástrofe.

Los estrategas habían dibujado en su pizarra de Moncloa un gráfico consistente en que el PSC acogiera por un lado a votantes huérfanos de Ciudadanos y por otro a votantes nacionalistas que pudieran estar empachados con la sobreabundancia de independentismo de los últimos años. La pizarra, como el papel, lo aguanta todo. Y si tal cosa ocurría, el resultado de ese dibujo derivaría en una preeminencia electoral de los socialistas y provocaría más fisuras en el ya fisurado mundo independentista. Quizá se pudiera reeditar el tripartito de izquierdas con la confluencia catalana de Podemos y con ERC; y así se reforzaría también el pacto Frankenstein que aseguraría el poder al ticket Sánchez-Iglesias hasta el infinito y más allá. Era el plan para el 14 de febrero. Lo que no se sabe es si servirá de igual manera para el 30 de mayo.