Nicolás Redondo terreros-El Mundo
El autor considera que el papel del PSC será crucial para el futuro de Cataluña después del 21–D y pide a Iceta un discurso más cosmopolita y solidario con el resto de España para no debilitar a Sánchez.
DURANTE ESTOS últimos meses hemos asistido a un espectáculo en Cataluña en el que se ha mezclado lo grotesco y lo dramático, una irresponsabilidad infantil y una prepotencia estúpida con ensoñaciones independentistas y simple negocio a costa de ellas. Con las escasas semanas transcurridas desde los atropellos parlamentarios, nos encontramos que detrás de toda la escenografía independentista sólo había mucho sentimiento instrumentalizado y un vacío político que no deja de sorprenderme. Ahora leemos y oímos que algunos de los dirigentes de esta loca operación se retractan, se echan a un lado, reconocen que no estaban preparados para conseguir sus pretensiones, o simplemente rompen el silencio en el que embozan sus vergüenzas con cursilerías en Twitter.
Todo ha sido de bajo nivel intelectual y hasta desde un punto de vista estético, casposo e indigno de una sociedad avanzada, exceptuando las temibles movilizaciones organizadas. Han resucitado a Franco para tener alguna justificación y lo han hecho quienes no tienen ni idea de lo que supuso la dictadura para quienes la combatieron de verdad. Desde Bruselas Puigdemont, con un interés puramente electoral y sin un gran sacrificio personal, juega al exilio, denigrando a los cientos de miles de españoles que tuvieron que pasar la frontera con Francia por Cataluña huyendo de la represión franquista. Aquellos sí fueron directamente a vivir una vida llena de privaciones, cuando no fueron directamente a inhumanos campos de internamiento. La lista es muy larga y el anonimato ha impedido que hagamos un justo homenaje, sin utilizarles para nuestras pequeñas y egoístas batallas, a quienes hoy banalizan los independentistas.
Aquellos exiliados se merecen una grandeza que supere los partidismos y la mezquindad de la que hoy hacen gala muchos, no sólo los independentistas. Ellos y don Pablo Iglesias hablan de presos políticos, no sólo retorciendo la realidad hasta la mascarada, sino también desmereciendo lo que sufrieron un grupo de españoles –y no eran tantos como ahora parece– y sus familias por defender la libertad y la democracia. El TOP, las mazmorras en las comisarías, las torturas, la imposibilidad de encontrar persona, medio de comunicación, empresa o grupo que les defendiera…, esa fue la realidad durante 40 años de los antifranquistas (andaluces, gallegos, catalanes… de toda la geografía española). Sólo pudieron recurrir a unos pocos abogados a los que su recia moral y su amor por la libertad les hizo comprometerse, corriendo parecida suerte que sus defendidos. La diferencia entre la realidad y la retórica es que el triunfo de aquellos supuso que todos los españoles recobraran la libertad y su dignidad cívica, mientras que la victoria de los independentistas habría supuesto el secuestro de la mitad de la sociedad catalana. Es tan desproporcionado todo lo que hacen y dicen los independentistas para mantener el espectáculo que daría risa si no fuera porque sus acciones perjudican a España, niegan la ciudadanía a la mitad de los catalanes y arruinan su país.
¡Sí!, la ruina de Cataluña, porque no estamos asistiendo al nacimiento de una espléndida república, no hemos presenciado la aparición de una rutilante nación que mejoraría el concierto internacional como pretendían los independentistas. Estamos asistiendo, debido a su irresponsabilidad infantil y temeraria, a la ruina de un país en otro tiempo próspero, equilibrado y moderno. Son millares las empresas catalanas que han iniciado el éxodo hacia otros territorios de España y las consecuencias las veremos en un corto espacio de tiempo. Un ambiente político no sólo enrarecido, sino también con una levitación revolucionaria continua, unido a una sociedad altamente polarizada y dividida, no resulta atractivo para quienes arriesgan su dinero. Sólo los aventureros que dependen del entorno público y los que están atados por la naturaleza de lo que producen se mantendrán sin cambiar. Es más, el tránsito al exterior de Cataluña, que no tengo dudas de que en muchos tuvo una clara voluntad temporal, «mientras arrecie la tormenta», tenderá a ser definitivo si se mantienen las mismas condiciones en Cataluña, y si además sienten que se encuentran en ambientes sociales más amables con realidades políticas más estables.
Su vuelta a Cataluña no dependerá exclusivamente de acuerdos con Madrid más o menos aceptados, también será necesario un mínimo de concordia social en la comunidad. Y justamente a la concordia catalana me quiero referir. Durante 40 años, antes también, hemos visto Cataluña como querían los nacionalistas: homogénea y sin fisuras, monolítica y uniforme. Pero la enloquecida iniciativa del independentismo, para la que según ellos mismos no estaban preparados, ha hecho reaccionar en la calle a una parte de la sociedad catalana, tan catalana como la otra, que no se atiene a los clichés de la Cataluña oficial y dominante. No me encuentro entre los que están a priori en contra de acuerdos entre el pensamiento dominante en Cataluña y el Gobierno de la nación, apoyado por los partidos que defienden la Constitución del 78; veremos el margen, las posibilidades y el resultado. Pero me parece ineludible que toda la acción política futura tenga en cuenta a esa parte de la sociedad que ha decidido ser catalana a su manera, sin aceptar la servidumbre de un pensamiento oficial, lleno de trampas y mentiras.
En esa disyuntiva, con una realidad política nueva que se extiende por toda España, la campaña electoral catalana se transforma en definitiva. No será, como quieren los independentistas, plebiscitaria, será un punto determinante para el futuro de Cataluña y de toda España. En ese sentido, en el momento más grave de la historia reciente de Cataluña, la más duradera como sujeto histórico relevante, los partidos deben hacer frente a sus responsabilidades y mostrar la claridad más absoluta sobre sus futuras intenciones. Es increíble, ahora los independentistas pasan de considerar que no estaban maduros para la proclamación de la independencia a proponer otras vías distintas a la que les ha llevado a ellos al fracaso político y a los demás a soportar una crisis institucional, política y económica sin haberla provocado ni deseado. De este juego irreflexivo y autoritario tendrán que dar cuenta. El PP no ofrecerá dudas hasta que sean posibles pactos con los nacionalistas catalanes en Madrid y, por lo tanto, en un plazo de tiempo largo mantendrá su posición. Ciudadanos, con su capacidad para pactar con el PP y el PSOE, ha hecho de su posición en Cataluña la base política más reseñable de su éxito electoral y por lo tanto no veo razón para que cambien cuando su política vuelve a recobrar impulso en un terreno social más poroso y a costa de los otros partidos nacionales. Así que el PSC se vuelve determinante a la hora de definir el futuro de Cataluña. Los éxitos y fracasos electorales se consiguen en una lucha continua entre la confianza que generan los partidos en liza, la esperanza en posibles cambios y la inquietud que generan. EL PSC genera a mi juicio esperanza, pero también mucha inquietud y poca confianza. Esperanza entre quienes creen que es necesaria una nueva relación de Cataluña con el resto de España, inquietud entre los que han alzado la voz diciendo que no se les olvide, que eran catalanes, aunque no comulgaran con el discurso oficial y dominante que hemos construido durante estos 40 años entre todos. Y creo que la desconfianza en el PSC es, como se dice ahora, transversal, porque unos creen que irá mucho más lejos de lo que ellos querrían, otros que nunca se acercará a sus pretensiones más queridas y muchos porque cuando ha podido ser virtuoso no lo ha sido. Las últimas declaraciones de Iceta y, sobre todo, de Pedro Sánchez sobre la futura política de alianzas van en ese sentido. Bienvenida sea la aclaración y deseo que sea suficiente. El gran esfuerzo del PSC debería ir dirigido a mostrar un discurso más solidario con el resto de España que identitario, más cosmopolita que local; debería erigirse en defensor de lo común, de lo que les une y nos une, olvidando el discurso de la diferencia sobre el que hemos incidido con tanto ofuscamiento durante tantos años, ¡las diferencias ya se ven, ya se notan y se respetan, no hace falta seguir incidiendo desde un partido que se autoproclama socialista! Si a los socialistas catalanes les sale bien, el PSOE conseguirá tranquilidad para las próximas citas electorales, pero si se equivocan pueden llevar a Pedro Sánchez a la casilla de salida, después de todo lo que nos ha costado superar las diversas crisis en el PSOE y erigirse él ante Rajoy como una alternativa creíble.
Nicolás Redondo Terreros es miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.