De tanto vigilarse de reojo, nuestros líderes carecen de iniciativa y se equivocan de enemigo. Al final, somos nosotros los que paseamos entre pistoleros y vándalos incendiarios, y nos piden que vayamos a sus manifestaciones. Ciudadanos desnudos, sin un Estado que nos ampare, porque carece de los consensos básicos que lo haga eficaz frente a los grandes retos.
Todo empezó cuando Albert Rivera, cabeza de lista de Ciutadans Per Catalunya, saltó a la sofisticada y correcta campaña de las elecciones autonómicas catalanas en un cartel tal y como su madre le trajo al mundo. Sólo el púdico gesto de sus manos ocultaba sus genitales. Fue un bombazo y triunfó. Habiendo sido campeón de natación, y con veintisiete añitos, cualquiera da buena imagen. Así podía enseñar orgulloso su cuerpo, juventud y deporte, frente a la decrepitud de la mayor parte de sus oponentes. Pero también podía significar que se tiraba de esa guisa a la piscina de la política donde hay más pirañas que en el Amazonas.
Pero a mí el desnudo que me ha gustado es el de la teniente alcalde de Hacienda de Lepe, que es del PP -y luego dicen que la derecha no ha cambiado nada en España-, que posa desnuda en una revista local. Elegante desnudo, dicen los editores, y es cierto; el de una donna de tranquila belleza que le hace muy atractiva. Yo, por ejemplo, de ser de Lepe, le votaría, que no le quepa duda a nadie, ya que no te puedes fiar de otras referencias.
Como la próxima campaña electoral, en vez de cuajada de inauguraciones, venga pletórica de candidatos desnudos, hay algunos que lo van a tener muy mal. Si Antonio Basagoiti lo tiene en Bilbao bastante complicado, no diré nada de cómo lo tiene mi buen y orondo amigo Txema Oleaga. Por favor Txema, ni lo intentes, hundirías tu carrera política; rodéate, si quieres, de alguno de los bomberos del calendario, pero nada más. Aunque yo pagaría por ver a María San Gil como he visto a su colega de Lepe. Sería un desnudo casi beatífico. Por comparar, como el de las mártires, únicos desnudos femeninos que admitió la Iglesia durante siglos en las escenas en las que las echan a la parrilla (¡qué malos eran esos romanos!). Una mártir desnuda de derechas, contrapunto al pase de modelos que hicieron las chicas socialistas en La Moncloa.
Y es que, en el fondo, cuando ya las campañas no dicen nada -y si lo dicen, haga el favor de no creérselo y echar a correr-, resulta casi enternecedor verles a los candidatos desnuditos, tiernos, indefensos, diciendo este soy yo. No sabremos lo que piensan, pero por la forma de posar sabremos mucho más de lo que creen y explican en sus intervenciones y en unos programas que no se los lee nadie. En esta época de la postmodernidad en la que los programas electorales lo hacen empresas publicitarias, observar el sentimiento en un desnudo puede ser mucho más enriquecedor.
Porque, miren por dónde, tiempo al tiempo, al final voy a estar de acuerdo con Ibarretxe cuando acaba de decir, a cuenta de la reacción ante el atentado en la T-4, que los políticos «no están a la altura de las circunstancias». Empezando por él mismo, lo podría haber dicho también, que realizó una inicial convocatoria de manifestación a la que podía ir, la primera, Batasuna. Si los políticos fueran desnudos, fueran más sinceros, quizás la democracia contaría con mayor participación ciudadana y no se enfangaría en la abstención que hoy padece, empezando por ese oasis de la corrección que es Cataluña. Porque la propaganda siempre ha sido un medio en la política, pero cuando no responde a nada real y veraz, el que la usa acaba perdiendo toda credibilidad. Por eso es casi preferible que nuestros candidatos salgan a la arena electoral, cual en la esquina de la playa de Sopelana, desnudos.
Y como no salen, sólo algún valiente, los que sentimos la sensación de desamparo y de estar desnudo somos los ciudadanos de a pie, que nos vemos juguetes de las grandiosas frases y excelsos conceptos de los líderes. Al final éstos no se ponen de acuerdo ni en lo fundamental, ni ante el terrorismo. De tanto vigilarse de reojo, carecen de iniciativa y se equivocan de enemigo. Al final, los que paseamos entre pistoleros y vándalos incendiarios somos nosotros, a los que nos piden que vayamos a sus manifestaciones y que sigamos viviendo donde siempre hemos vivido.
Los desnudos de verdad somos nosotros. Ciudadanos expuestos a la siguiente ola de violencia, desamparados, con políticos que no están a la altura de la circunstancias, como dice Ibarretxe, a pesar de que somos un país muy moderno según los impuestos que pagamos. Ciudadanos en pelotas, sin un Estado que nos ampare, porque carece de los consensos políticos básicos que lo haga eficaz frente a los grandes retos.
Eduardo Uriarte, EL PAÍS, 17/1/2007