LUIS HARANBURU ALTUNA-EL CORREO

  • Verdaderamente somos una sociedad variopinta en busca de abrigo

La autoestima es como el aire que respiramos. No se puede vivir sin ella. Su exceso, sin embargo, está en el origen de una apreciación incorrecta de la realidad que somos. El chovinismo es el pecado venial de la autoestima y el supremacismo su peor cara. Todos los colectivos humanos precisan de la autoestima para aglutinarse y sentirse cómodos, pero los problemas comienzan cuando su exceso nos impulsa a creernos más y mejores que el resto de los humanos.

Los vascos siempre hemos poseído una autoestima proverbial que incluso Cervantes se permitió poner en solfa, pero cuando nuestra autoestima subió muchos enteros fue con la llegada del nacionalismo. Hace 110 años, el 22 de marzo de 1910, Engracio Aranzadi ‘Kizkitza’, el introductor e impulsor del nacionalismo en Gipuzkoa, escribió que los vascos «constituimos la aristocracia del mundo, la nobleza de la tierra». No es momento de presumir de nobleza y aristocracia en estos tiempos de republicanismo desatado, pero lo cierto es que los vascos siempre hemos presumido nuestra universal nobleza. Nunca hemos pensado que el traje nos venía un poco grande, pero lo cierto es que nuestros sastres siempre han pecado de megalómanos.

Hans Christian Andersen es el autor del delicioso y conocido cuento del rey desnudo; aquel en el que unos sastres desaprensivos, al demandarles el monarca el más fastuoso de los trajes, le anunciaron que ya lo habían confeccionado. Era mentira, pero persuadieron al rey de que el inexistente traje le caía que ni pintado, y nunca mejor dicho porque con el virtual traje el rey estaba desnudo. Y desnudo caminó ante su corte, hasta que un niño dijo en voz alta que el rey estaba desnudo. A los vascos nos ha pasado algo similar con ocasión del infausto coronavirus. Pensábamos ser los más altos, los más sanos, los más guapos y los más prósperos, pero héte aquí que el Covid-19 no ha señalado con el dedo y nos dicho que estábamos desnudos. Sí señor, desnudos como todo el mundo. Con nuestras vergüenzas al aire, vamos.

Durante el último siglo y cuarto el nacionalismo vasco nos ha ido persuadiendo de nuestra supremacía colectiva como vascos. Supremacía con respecto al resto de los españoles, claro. El hoy hegemónico nacionalismo ha creado una falsa identidad por la que los vascos somos mejores que los demás y por ello somos acreedores de más y mejores derechos. No hay más ver un ‘teleberri’ de nuestra carísima ETB para cerciorarnos de que los vascos somos el no va más. Somos ricos y laboriosos, somos feministas y ecologistas, tenemos la mejor sanidad de Europa, nuestros cocineros son los mejores del mundo y los vascos somos la vanguardia del progresismo. Felices y contentos de ser como somos, votamos una y otra vez a los mismos gobiernos y seguimos mirando por encima del hombro a esos pobres españoles que no se enteran de nuestra proverbial superioridad. Así les va.

El coronavirus, sin embargo, más que hacernos un traje a la medida nos ha regalado un espejo y en la imagen que nos refleja aparecemos desnudos y casi apaleados. Si ya la pandemia del Covid hizo estragos en primavera, con la llegada del verano los rebrotes hicieron su agosto y otra vez nos encontramos a punto de confinamiento. Los vascos hemos alcanzado cifras de contagio espectaculares y otra vez estamos asistiendo a la precaria situación de nuestro sistema sanitario. Nuestra presunta fortaleza económica se ha derrumbado y el paro nos acecha con saña. Nuestro sistema educativo, que ya los indicadores externos calificaban de deficiente, coquetea con el caos. Nuestra laboriosidad es puesta en tela de juicio por el acentuado absentismo laboral y las huelgas recurrentes. Nuestro feminismo es cotidianamente cuestionado por nuestras varoniles costumbres sociales.

¿Y qué decir de nuestro ecologismo cuando se nos vienen abajo montañas de basura tóxica? Por no mencionar nuestro progresismo, que demostramos, una y otra vez votando a uno de los partidos más conservadores de Europa. Nuestra riqueza financiera se la debemos más que a nuestro esfuerzo a la generosidad de nuestra Constitución que nos regala un Concierto Económico tan insolidario como pintoresco.

El nacionalismo nos ha confeccionado un traje muy aparente y cómodo, pero es incapaz de ocultar nuestras vergüenzas. Como la de la miseria moral de una sociedad que miró hacia otro lado cuando una parte de la misma era sometida al terror totalitario de un sector del nacionalismo.

Engracio Aranzadi les hizo creer que eran la aristocracia del mundo y ellos se lo creyeron, pero la Historia es inapelable cuando una y otra vez nos pone ante el espejo y nos muestra nuestra común desnudez con el género humano. No es que seamos mejores o peores, es que estamos desnudos. Ojala que el nuevo Gobierno, tan nuevo y tan visto ya, nos confeccione a todos un calzón no para tapar nuestras vergüenzas, que también, sino para abrigarnos ante lo que se avecina. El traje que menos necesitamos es otra indumentaria identitaria, en forma de un nuevo Estatuto, que oculte lo que de verdad somos: una desnuda y variopinta sociedad en busca de abrigo.