Joseba Arregi-El Correo

La pandemia ha conseguido que todo sea más confuso de lo que creíamos

El título responde a las dudas: al autor no le parece que sea la hora de grandes afirmaciones, sino de las preguntas, no de pronósticos seguros del futuro, sino de apuntar hacia posibles tendencias y riesgos. Ante tantos expertos que hablan de que este o aquel fenómeno social han llegado para quedarse, ante tantos profetas que saben con seguridad cuál es el futuro que nos espera, quizá sea bueno practicar alguna forma de escepticismo y no estar seguro de casi nada, de ver quizá tendencias, contradicciones, pulsiones no controladas, elementos socioculturales que pretenden significar algo aunque quizá enmascaren más que aporten luz en el mar de dudas que de la mano de la pandemia parecen haberse apoderado de nuestras mentes.

Creo que tienen razón los que dicen que la pandemia no ha traído nada nuevo que no existiera antes, que quizá lo que ha provocado ha sido poner el pie en el acelerador de la historia y hacernos conscientes de problemas que ya estaban entre nosotros, pero que conseguíamos escamotear. Al tiempo que ha conseguido que todo sea más confuso de lo que creíamos.

Los tiempos de los que veníamos eran ya bastante confusos, siendo precisamente la confusión una de sus características principales: la posmodernidad como la pérdida de las grandes creencias, el fin de los grandes relatos, la cultura que bebe el cáliz de la muerte de Dios hasta el fondo, la celebración de la ruptura y crítica de toda normalidad, la destrucción de toda verdad, de todo valor, de toda certeza establecida, el derecho de cada cual a construirse su mundo, de crear su propio lenguaje, de vivir su propia subjetividad hasta el extremo.

Es cierto que, junto con crisis económico-financieras, las fuerzas destructivas de cualquier normalidad han dejado a muchos individuos en un gran desamparo. La cultura no les provee de orientación y de criterios para enfrentarse a los problemas que inevitablemente acompañan a la existencia humana. La cultura posmoderna ha desnudado a los hombres en lugar de proveerles con vestimenta adecuada para protegerse de la intemperie.

Ciertamente, dando la razón a Schumpeter, no hay destrucción sin construcción: nuevas creencias e ideologías, nuevas normas constitutivas de una nueva normalidad, nuevas ortodoxias, nuevos pensamientos obligatorios y nuevas correcciones de pensamiento: ni los que nacieron para asustar al burgués -‘épater le bourgeois’- pretendiendo vivir fuera de la cultura y de la sociedad podían vivir en la intemperie radical. Mientras unas instituciones caducaban -la familia, el Estado, las iglesias, las tradiciones-, otras nuevas como la globalización, el mercado mundial, las redes de Internet, la Unión Europea, la ONU, el multilateralismo aparecían como los nuevos sostenes frente al desamparo imperante.

Pero desde que la cultura moderna comienza a pensar el mundo, la sociedad, la política, el poder, el saber y la humanidad de los hombres desde las posibilidades de la propia razón humana, como si no hubiera Dios -‘etsi Deus non daretur’- se desarrollan las ciencias, el capitalismo, la industrialización, el Estado moderno, la democracia y el Estado de Derecho, los derechos humanos y todos se fundamentan en sí mismos sin poder recurrir a ninguna fundamentación que supere la limitación contingente de la razón humana. Todo termina estando a disposición de una subjetividad individual desbordante.

Hasta que llega la pandemia, frente a la que la ‘hybris’ griega, la soberbia, el endiosamiento se manifiestan impotentes, e incluso la ciencia a la que se recurre incesantemente termina reconociendo humildemente su ignorancia: siempre es más lo que desconoce que lo que conoce. Pero los individuos necesitan algo a lo que aferrarse, y los que pescan en río revuelto están como siempre dispuestos a dar a los hombres el remedio que tanto ansían: la salvación está en lo público, el Estado es la fuente definitiva de seguridad, todo debe estar en una mano, los políticos no escapan de la tentación de constituirse en nuevos pantocrators, todopoderosos, y reclaman unidad en su voluntad para que nadie se salga del carril, o del relato.

Europa es también un seguro frente a las incertidumbres, o al menos eso es lo que los europeístas dicen que debe ser Europa: el faro que nos ilumina, la fuente de producción infinita de dinero sin coste, con instituciones que pueden decir, cual nuevos pantocrators, que harán ‘whatever it takes’, todo lo que sea necesario para solucionar un problema, dando seguimiento así a una de las fuentes del desarrollo institucional de la Unión Europea: la vis expansiva, la tendencia a acaparar poder para solventar los problemas que se van presentando sin límites que acoten su poder expansivo. Hasta Urkullu ha visto despertarse a Leviatán: Europa va a analizar la actuación del Gobierno vasco en el basurero de Zaldibar! El Leviatán de muchas cabezas está despertando, eso sí, como en el despotismo ilustrado, por el bien de los ciudadanos cuya libertad se va contrayendo de forma imperceptible pero segura.