- Convertir un «logaritmo amarillo» –esto es, una «memoria democrática»– en «derecho fundamental», sería un chiste gracioso en labios de un patán de cafetería y dominó. En la pluma de juristas de la responsabilidad más alta, sería un crimen. Moral y político. Un crimen contra la inteligencia
Induce a pena, más que a enfado. Podría incluso desencadenar la risa. Pero la risa se nos congela cuando aquel que formula lo grotesco no es un individuo mejor o peor dotado. Cuando es la institución más alta del sistema garantista: aquella que, bajo el nombre impropio de Tribunal Constitucional –impropio, porque sugiere la autoridad jurisdiccional que no posee–, debe decidir los límites que acotan las relaciones a las que el poder público somete inexorablemente a cada individuo. Conforme a los términos literales de su preámbulo: «garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución».
No es perdonable la frivolidad –o aun el ridículo– en juristas que tienen encomendado el ejercicio de esa tarea. Porque a nadie escapa –y menos que a nadie a ellos– que en sus manos está la titánica potestad de, sin necesidad de cambiar una sola coma de su texto, dejar la Constitución en nadería al arbitrio del presidente del gobierno.
Ejemplos trágicos, los hemos tenido ya. Las decisiones que, por dictado del presidente del gobierno, han ido siendo tomadas en privilegio de los delincuentes que promovieron el golpe de Estado en Cataluña son sólo los más hirientes de ellos. La vertiente grotesca nos viene ahora de la mano del más insensato de los flatus vocis introducidos en el pastoreo político de una nación cada vez más desprovista de garantías: el oxímoron al cual se diera nombre de «memoria democrática».
La «democracia» es un modelo político definido por la división y autonomía de los tres poderes en las que Montesquieu pusiera la mejor defensa de los individuos ante la apisonadora del Estado moderno.
Hay «Estados democráticos». No «conocimientos democráticos», ni «afectos democráticos», ni «verdades democráticas», ni «mentiras democráticas», ni «álgebra democrática», ni «democráticas filosofías», ni «belleza o fealdad democráticas», ni «endecasílabos o alejandrinos democráticos», ni… La democracia es una convención política. Nada más que eso. Nada menos. Sin ella, viviríamos en la barbarie. Extendido a ámbitos en los que no están en juego la combinatoria y el equilibrio de los poderes, el adjetivo «democrático» queda sencillamente ridiculizado. No es imprescindible haber leído a Hegel para saber que cuando una palabra vale para todo, es que no vale para nada. Estrictamente para nada.
«Memoria»: ¿de qué diablos estamos hablando cuando hacemos uso de ese término en cuyas estrategias se juega, de un modo u otro, la galaxia completa de nuestros afectos? Un lector muy ingenuo de Platón podría acunarse en la ensoñación de que, siendo el recuerdo (mnéme) aquello que se opone al olvido (léthe), la verdad (a-létheia) sería el exacto sinónimo de la memoria. Pero nuestro lector ingenuo no ha leído las páginas finales del Fedro, en las cuales Platón dinamita cualquier tentación de simplificar así las cosas. Porque nosotros, los que recordamos, lo hacemos con un cuerpo cargado por las inercias que componen la material –y un tanto cavernícola– existencia humana: recordamos recuperando afectos, sensaciones, preferencias, rechazos, fascinaciones, fobias, felicidad, desdicha, placer, dolor, amistad, odio… ¿Puede así traer hasta nosotros verdad el recuerdo? Sí, claro que sí. Puede traer la verdad del sujeto que quedó modelado por esas preferencias, por esos rechazos, por esas fascinaciones, por esa felicidad y por esa desdicha, por el placer, o el dolor, o la amistad, o el amor, o el odio que lo atravesaron y que, de un modo grato o ingrato, lo hicieron su esclavo: por la constelación, en suma, de sus afectos y de sus pasiones. Del sujeto que recuerda, la memoria nos dice casi todo. Nos dice la textura de su imaginación, que es la textura de los sueños en los que, escribe Shakespeare, está tejida la engañosa materia de lo humano. De la realidad objetiva de la cual él cree estar hablando, los recuerdos de un hombre no nos dicen nada. La memoria inventa. Nos inventa un mundo. Y, en él, nos inventa a nosotros.
Tenía razón el tan sensato Todorov, cuando, en 2004 y al inicio de esta necia sobrevaloración de lo recordado, se sublevaba contra el apego de ciertos historiadores a transcribir el recuerdo vivido por los protagonistas de un acontecimiento como realidad del acontecimiento mismo. Ese recuerdo es el de sus emociones, insistía. Y el historiador no proyecta emociones: debe diseccionarlas. Hace un trabajo áspero y, como el de cualquier disciplina seria, ascético. Del cual toda imaginación debe quedar exenta: y, con ella, todo afecto. Si se me permite recordar al clásico de los grandes clásicos del siglo XVII, el investigador se atiene a la norma inviolable de «no zaherir, ni alegrarse, ni detestar; sólo entender».
María Jamardo nos transmitía ayer, en «El Debate», un proyecto del Constitucional que rige Conde Pumpido, encaminado a blindar el entontecimiento colectivo que habla de «memoria democrática» como quien invoca un «logaritmo amarillo». Convertir un «logaritmo amarillo» –esto es, una «memoria democrática»– en «derecho fundamental», sería un chiste gracioso en labios de un patán de cafetería y dominó. En la pluma de juristas de la responsabilidad más alta, sería un crimen. Moral y político. Un crimen contra la inteligencia sobre todo.
Antes de cometerlo, quizá esos más altos juristas podrían dedicar una pequeña fracción de su valioso tiempo a leer al viejo y tan cauto Baruch de Spinoza. Y a entender con él que no hay memoria en la cual no se enmascare un deseo impronunciado.