Ignacio Camacho-ABC

  • Rodeado de un círculo de pretorianos políticos y mediáticos, Sánchez se atribuye el rango intocable de un bien de Estado

Seis días han pasado desde el Gran Apagón sin que el Gobierno se haya dignado dar explicaciones ni se muestre dispuesto a hacerlo, como si reclamarlas fuese un capricho de la oposición o del clásico puñado de ciudadanos vociferantes que siempre descargan sobre las autoridades la autoría directa o remota de cualquier clase de catástrofe, incluidas las de causas naturales. Más bien parece que, lejos de ofrecer la información que la opinión pública democrática demanda a sus gobernantes, Sánchez no sólo pretende eludir responsabilidades sino exigirlas a algún presunto culpable, por supuesto ajeno, que su fábrica de relatos acabará inventando más pronto o más tarde.

Una de las características más perniciosas del mandato sanchista es la abolición del concepto de responsabilidad política. El presidente se negó a asumirla por la minusvaloración de la pandemia durante los primeros días, colgándose en cambio la medalla de haber salvado un número de vidas más preciso que el de la relación real de víctimas. Tampoco la ha aceptado todavía por su absentismo en la inundación valenciana, episodio durante el que portavoces de Moncloa llegaron a señalar oblicuamente a la Corona por arrastrar a su jefe a una situación crítica que desembocó en su vergonzosa y célebre huida. Y sigue sin hacerlo ante la trama de corrupción descubierta en torno a su antiguo hombre de confianza o ante las imputaciones procesales de su propia familia, saldadas con una campaña de descalificación y acoso a los profesionales de la Justicia.

El líder del Ejecutivo se comporta a este respecto con el desprecio a las instituciones habitual en los regímenes autocráticos y la arrogancia de los caudillos bananeros latinoamericanos. Amenaza al periodismo independiente, hostiga a los magistrados, ningunea a la sociedad civil y desdeña los compromisos de control parlamentario. Rodeado de un círculo de pretorianos políticos y palmeros mediáticos, se ha situado por encima del bien y del mal como depositario exclusivo de una autoatribuida legitimidad popular en cuyo nombre se permite hasta desautorizar a los tribunales amnistiando delitos a plumazos desde su rango intocable de bien de Estado.

Pero este cesarismo iluminado sería inviable sin la complicidad de un significativo número de votantes para quienes la democracia ha dejado de ser un sistema de supervisión del poder en modo continuo. La estrategia de polarización inducida ha logrado reducir el sistema representativo a la participación cuatrienal en los comicios y el olvido o preterición del resto de mecanismos destinados a evitar el abuso de posición de dominio. En ese marco de desistimiento cívico es imposible demandar responsabilidades a un dirigente investido de la facultad de actuar a su capricho. Porque los verdaderos responsables son los que han delegado su soberanía en una suerte de blando despotismo consentido.