Rubén Amón-El País
Quim Torra aspira a organizar una crisis institucional entre la Zarzuela y la Moncloa
Deshojando la margarita entre el desplante y las obligaciones, -que si voy, que si no voy- Quim Torra ha degradado los Juegos del Mediterráneo a los juegos del Mediterráneo, previsible movimiento estratégico que consiste no tanto en una insumisión intermitente al Rey -le doy la mano, no se la doy- como en la voluntad de enrarecer las relaciones de Felipe VI y Pedro Sánchez.
El presidente de la Generalitat asume las consignas berlinesas de Puigdemont y organiza un cortocircuito entre la Zarzuela y la Moncloa, de forma que la reunión entre Sánchez y Torra del 9 de julio, ceremonia catártica del deshielo, aspira a celebrarse en un clima de recelo hacia la Corona, más o menos como si la aversión del soberanismo hacia el soberano forzara al nuevo presidente del Gobierno a una estrafalaria mediación. O le constriñera a rectificar la palabra del monarca allí donde pudo haber exagerado su papel sancionador.
La trampa es tan evidente y obscena como obsceno y evidente era el desplante interruptus de la inauguración de los Juegos. El amago estaba escrito y hasta descrito en la carta que Torra remitió al Rey el pasado martes haciéndole expiar la violencia policial del 1 de octubre, recriminándole su falta de sensibilidad hacia pueblo catalán y categorizando todas las figuras que se han incorporado como dogma al relato victimista: la represión, el preso político, el exiliado.
No es una novedad la aversión del independentismo a la Monarquía, pero sí es nuevo el escenario político que ha precipitado la llegada de Sánchez a la Moncloa, hasta el extremo de que la mano tendida del presidente socialista pretende convertirla Torra en una contorsión para acuchillar a Felipe VI y provocar una crisis institucional. Se trata de un escenario remoto, visionario, pretencioso y acaso inverosímil, pero ilustrativo de la dramaturgia con que el soberanismo pretende humillar al Rey y convertirlo en un cuerpo extraño de Cataluña, cuando no en un obstáculo a la solución política.
De hecho, la intriga con que Torra ha pretendido condicionar la inauguración de los Juegos ha sido escenificada como el último gesto de escrúpulo protocolario. No volverá a coincidir el president con el Rey, mucho menos la semana que viene en los Premios Fundación Princesa de Girona, excusa de un escrache conceptual que implica toda la movilización de los CDR y del aparato político-mediático. Felipe VI sería un opresor-invasor al que debe domeñar Pedro Sánchez en una nueva etapa de relaciones y en una estilización del chantaje que pretende menoscabar la credibilidad del Estado.
Es la razón por la que Sánchez está llamado a un ejercicio de responsabilidad, con toda la flexibilidad del diálogo, pero con todos los límites de la Constitución. Incluida la defensa del Rey, víctima facilona de un desplante amagado que retrata las grandes contradicciones del ensimismamiento soberanista. El gesto de desprecio adquiere un vuelo mediático e internacional por la propia repercusión informativa de los Juegos, pero también ridiculiza la naturaleza del aislacionismo identitario precisamente cuando Cataluña se abre al mar, al espíritu olímpico y a la abolición de las fronteras.