Bernard-Henri Lévy-El Español

Ahora que Irán está debilitado, hay que preocuparse por Turquía.

Y digo «debilitado».

Hará falta algo más que la destrucción de Hamás, luego el desarme de Hezbolá, luego la caída de la atroz dictadura de Assad en Siria para poner fin a la amenaza que representan para el mundo los Guardianes de la Revolución iraníes.

Pero por fin las cosas van por buen camino.

La famosa media luna chiita, que se extendía de Teherán a Bagdad, Damasco y luego Beirut, y mantenía en su poder a los pueblos de la región, está, gracias a Israel, hecha jirones.

Y en la guerra global que libran contra nosotros lo que he llamado «los cinco reyes»; en el nuevo Gran Juego en el que los cinco parecen turnarse para acosar a Occidente y doblegar a quienes, fuera de Occidente, se reconocen en sus valores; a finales de 2024, cuando Irán intenta cerrar filas, cuando Rusia quisiera poner fin a su ruinosa guerra contra Ucrania, cuando los Estados islámicos suníes esperan con cautela la llegada de Donald Trump, y cuando China se debate en una crisis económica sin precedentes que hace tambalear el modelo neocapitalista que creía infalible; le toca a Turquía tomar la iniciativa.

Es cierto en los Balcanes y, en particular, en mi querida Bosnia, donde Erdogan no pierde ocasión de llenar el vacío dejado por la trágica renuncia de Europa desde el sitio de Sarajevo hace treinta años.

Lo mismo ocurre en Armenia, donde, un año después del asalto a Nagorno-Karabaj y el consiguiente desplazamiento de la población, no ha renunciado a su panturquismo y sigue codiciando la región de Syunik, en el sur.

Lo mismo ocurre con los iraníes, donde las alianzas no impiden los trucos sucios, y donde Turquía es el más activo partidario solapado de las aspiraciones separatistas de la minoría azerí, que constituye el 11% de la población del país, a través de sus aliados azerbaiyanos.

Esto queda claro cuando se escucha el aterrador discurso que acaba de pronunciar en Sakarya ante los cuadros de su partido y en el que declara su deseo de dar marcha atrás en los tratados que, al poner fin a la Primera Guerra Mundial, acordaron el desmembramiento del Imperio otomano.

Y esto es evidente en Siria desde la aparición de este extraño personaje, que ya no debería llamarse Al-Jou-lani, su nombre de guerra en la época de Al-Qaeda, y que sólo ha podido llevar a cabo su «revolución» con la ayuda política, financiera y militar del Estado turco.

¿Permitiremos que esto ocurra?

¿Aceptaremos que la decreciente influencia del extremismo chií sea sustituida por la de los Hermanos Musulmanes?

Y los kurdos, que, junto con Israel, son nuestros mejores aliados en la región, los combatientes que tanto hicieron hace diez años para expulsar a Daesh de Irak y Siria y a los que luego traicionamos, ¿tendrán que pagar el precio de este orden regional emergente?

Esa es la intención de los elementos del «Ejército Nacional Sirio» que el 8 de diciembre, con el apoyo de la aviación de Ankara, los expulsaron de Tal Rifaat y luego de Manbij.

Lo que ocurre es que el propio Erdogan reedita, por enésima vez, su vieja, absurda y racista teoría climática sobre la afinidad del pueblo árabe, pero no del kurdo, con las zonas desérticas del noreste de Siria, y justifica así de antemano migraciones forzadas que parecen una limpieza étnica.

Este es el sentido de lo que acaba de decir su ministro de Defensa, Yasar Guler, el 15 de diciembre, declarando que estaba «fuera de cuestión» permitir que las unidades de combate kurdas YPG permanecieran en la frontera turca y que a partir de ahora no tenían más remedio que ser «disueltas» o «erradicadas».

Según el mismo ministro, en la misma declaración, esta es la «voluntad» claramente expresada de la «nueva administración siria» que, como el perfecto «apoderado» que es, no tiene ninguna intención de dejar que las tropas del general Mazloum Abdi Kobané «actúen solas» y en un «espacio autónomo».

Y este es el miedo de este gran pueblo sin Estado, valiente pero vulnerable, el pueblo kurdo, que, de Qamishli a Erbil, comparte con los judíos, los armenios y algunos otros un conocimiento íntimo de lo que es el genocidio y de lo que lo anuncia.

Las democracias no están indefensas para oponerse a la infamia que se está gestando.

La economía turca es frágil y no resistiría las sanciones.

A pesar de su retirada en 2019, Estados Unidos sigue teniendo algunos centenares de soldados sobre el terreno.

Y sobre todo, junto con Europa, tienen una considerable influencia en forma de adhesión de Turquía a la OTAN.

¿La utilizaremos?

¿Esgrimiremos la amenaza de expulsión de una alianza que presupone un mínimo de valores compartidos, aunque sea complicada de aplicar?

¿Y nos atreveremos a decir a Ankara: «No toques a nuestros amigos kurdos, línea roja absoluta, Occidente se reconstruyó, hace 75 años, sobre el nunca más del genocidio»?

Junto con la guerra de Ucrania, este es el gran tema político del terrible final de 2024.