GABRIEL TORTELLA-El Mundo

El autor cree alarmantes los diferentes anuncios que está realizado el nuevo Gobierno, como la derogación de la reforma laboral o acabar con el copago farmacéutico, porque implican disparar el gasto público.

ESTA CITADÍSIMA frase–«Après moi le déluge»–se atribuye a Luis XV, penúltimo rey francés antes de la Revolución, sobrino por cierto de Felipe V de España. Luis XV, que tuvo un larguísimo reinado, es más conocido por sus numerosas amantes (las más célebres, la marquesa de Pompadour y la condesa Du Barry) que por sus aciertos como gobernante. Su acción política y financiera fue tan contradictoria e incompetente que, al parecer, pronunció la frase, significando, acertadamente, que iba a dejar una herencia imposible a su sucesor.

Uno se pregunta si el actual Gobierno tendrá este dicho como divisa, porque su comportamiento le infunde al observador la sospecha de que Pedro Sánchez y sus ministras esperan provocar un diluvio no de agua, sino de deuda, durante la corta e inestable legislatura que ellas esperan alargar todo lo posible. Y aquí, desde luego, sí que llovería sobre mojado, porque la inundación de deuda pública que hoy nos anega está, como es bien sabido, en torno al 100 % de la renta nacional: tendríamos que ayunar y abstenernos de todo otro consumo durante un año entero si quisiéramos saldar nuestras cuentas en ese periodo de tiempo.

Los pronunciamientos y medias promesas que el Gobierno ha hecho en dos semanas habrán agradado a muchos ignorantes de los principios más elementales de la economía (sospecho que a ellos iban dirigidos, con la esperanza de que sean la mayoría del electorado), pero a los que tenemos algunos rudimentos en los principios de esta ciencia se nos eriza el cabello al considerar las consecuencias de tantas propuestas. No se trata de hacer aquí enumeraciones exhaustivas –se han dicho tantas cosas, algunas contradictorias, otras sujetas luego a ambiguas retractaciones, que sería imposible reducirlas a una lista clara y rigurosa– pero ya un simple inventario de las más llamativas produce sobresalto. Quizá lo más alarmante sea la intención manifestada de derogar la reforma laboral del anterior Gobierno. La historia reciente debiera hacer reflexionar un poco a nuestras ministras: un reciente artículo aquí de Daniel Viaña (10 junio) y otro algo anterior de quien esto escribe (24 agosto 2016) demostraban que el desempleo crece cuando gobiernan los socialistas y decrece cuando lo hacen los populares. Este hecho, cuando menos embarazoso, no parece haber hecho ninguna mella en las huestes de Sánchez (algo tanto más chocante cuanto que el flamante presidente se muestra muy ufano de su doctorado en Economía). Desde 2012, tanto los socialistas como los sindicalistas han repetido machaconamente que la reforma del PP ha sido ineficaz contra el paro: la evidencia en contrario en los años siguientes les ha hecho bajar el tono de sus denuncias, pero su ascenso al poder les ha envalentonado y animado a prometer la derogación, aunque luego, no sé si ante la fuerza de los hechos o tras un somero recuento de votos posibles, la han remitido a un futuro incierto. Con todo, lo más inquietante es la falta de matices, la división tajante en buenos (socialistas) y malos (los demás, en especial el PP). La reforma laboral de este partido es manifiestamente mejorable, sin duda. Pero empeñarse en borrar de un plumazo una legislación que ha tenido resultados tan espectaculares es de un maniqueísmo que asusta, y más siendo el presente un Gobierno tan circunstancial.

Otra promesa descabellada y demagógica es la referida a las pensiones. Volvemos aquí a encontrar contradicciones, fruto de la improvisación y el electoralismo. Hablemos claramente: los jubilados y pensionistas tienen poca razón en sus reclamaciones. Durante los largos años de la crisis, las pensiones se han cobrado puntualmente mientras los trabajadores en activo veían sus sueldos reducidos o perdían su empleo. Es más, las pensiones se revalorizaban mientras los precios caían. Nadie denunció el trato privilegiado que recibíamos los pensionistas (yo soy uno de ellos), que fue posible a costa de esquilmar los fondos de la Seguridad Social. El Gobierno anterior se vio obligado finalmente a poner un límite a las revalorizaciones ante el descenso alarmante de la llamada hucha de la SS. Debió haber hecho otras cosas, como reducir el gasto público, pero por conveniencia política no las hizo. Ahora el Estado se ve obligado a endeudarse más para poder pagar las pensiones. La situación es alarmante, y de ello se quejó el flamante presidente en su primera entrevista en televisión. Por ello es difícil comprender que, a renglón seguido, proponga volver a ligar las pensiones al índice de precios, lo cual sólo puede agravar la situación. La explicación de este aparente dislate revela un cinismo escandaloso, al que me referiré luego.

Este nuevo Gobierno parece dispuesto a encarnar en verano a los Reyes Magos y a Papá Noel, organizando una tómbola para todos: a los inmigrantes ilegales se les va a dar sanidad total y gratuita aunque no sólo hayan infringido la ley, sino que tampoco hayan contribuido ni un euro a la famosa hucha. Además, para facilitarles la transgresión, el ministro de Interior quiere quitar las concertinas de las vallas fronterizas en Ceuta y Melilla. Alega «respeto a la dignidad de las personas», es decir, a la de los que violan la ley. Que esto lo diga un juez realmente es llamativo. En las vallas de La Moncloa también hay concertinas, pero claro, una cosa es el Palacio del presidente y otra la integridad de las fronteras españolas. Y, naturalmente, para sustituir las concertinas fronterizas, como ya han manifestado los sindicatos policiales, se necesitarán más recursos humanos, es decir, más gasto público. «El dinero público no es de nadie», vicepresidenta dixit.

A los automovilistas se les quitarán los peajes de ciertas autopistas. A los pensionistas (estamos de suerte: somos muchos a votar) se nos quita el copago en las medicinas. Así podremos adquirir gratis un tubo de aspirina, tomarnos dos pastillas y tirar el resto. Al fin y al cabo, ¿verdad?, no cuesta nada.

Mayor importancia tiene el aumento sustancial del salario mínimo. Es cierto que los trabajadores poco cualificados han sido víctimas de la crisis; pero hay otros modos de compensarles, no con una medida tan burda como el salario mínimo. Desde luego, es más eficaz estimular el empleo que decretar el salario mínimo que, unido al aumento de los precios de la energía (también se prevén estímulos y subvenciones a las renovables), socavará la competitividad, amenazando el empleo. También se planea aumentar sustancialmente el gasto en vivienda oficial, amén de otros dispendios menores que sería largo enumerar. Pero sí hay que mencionar que ya se habla de condonar la enorme deuda que los gobiernos separatistas de Cataluña han contraído con la opresora España, es decir, con nosotros (incluidos los catalanes, tanto separatistas como unionistas).

«¿Y TODO ESTO quién lo paga?», como preguntaba Josep Pla. Todos, claro. Y también los bancos y las grandes empresas tecnológicas, según la ocurrencia de este Gobierno renovador. No parecen haber parado mientes nuestras ministras en que estas empresas son multinacionales y que, si se les grava mucho aquí (y mucho se necesita para tanto dispendio), se irán a otros países, con detrimento del empleo y la recaudación en España.

No parece el Ejecutivo haber considerado estas cosas seriamente. Y yo diría que porque, como Luis XV, piensan que, después de ellos, el diluvio. Hay que gastar lo que sea para atraer al votante. Como no quedan más de dos años para las elecciones, para cuando se empiecen a notar las consecuencias negativas del desaguisado que están armando quizá les sustituya otro partido tras los comicios y sería a éste a quien le tocaría lidiar con el embrollo que ellas dejen. Y si da resultado el derroche irresponsable y Sánchez gana las elecciones, habrá logrado el objetivo de su vida; ya vería entonces cómo salir del atolladero. Cuatro años más en Moncloa no se los quitaría nadie (a no ser que le hicieran a él lo que él le hizo a Rajoy; pero estos del PP son unos pánfilos), y en ese tiempo se pueden hacer muchas cosas.

Al nieto de Luis XV los desastres de su abuelo le costaron la guillotina. ¿Qué nos costarán a nosotros los desaguisados electoralistas de este Gobierno? Esperemos no acabar descabezados.

Gabriel Tortella es economista e historiador. Sus últimos libros son Capitalismo y Revolución (Gadir, 2017) y Cataluña en España (Gadir, 2017), del que son coautores J. L. García Ruiz, Clara E. Núñez y Gloria Quiroga.