Rubén Amón-El Confidencial
- La avalancha y la euforia de la pedrea presupuestaria no han impedido que se hable del postsanchismo y del erial que deja en herencia el presidente del Gobierno: porque no existe el PSOE ni hay delfines posibles
No tenía previsto el aparato de propaganda de la Moncloa que la operación de salvamento nacional definida en el populismo de los presupuestos se resintiera del debate de la cuestión sucesoria. Hablar del postsanchismo refleja una impertinencia que el presidente del Gobierno debe estar observando entre la incredulidad y la ingratitud después de habernos repartido la pedrea con semejante vehemencia y paternalismo.
Se habla de la idoneidad de Nadia Calviño como heredera accidental. Y proliferan los conciliábulos entre las baronías socialistas, cuya distancia de seguridad hacia Sánchez tanto convierte al presidente en un problema electoral como sobrentiende la amortización del jefe del Gobierno.
La noción autoritaria del poder ha desmantelado al PSOE mismo, lo ha desnutrido y desmadejado
El problema del PSOE es muy serio, porque la hipótesis del fin de ciclo se añade al erial en que se describe la derrota. No hay vida después de Sánchez. Ni es concebible la posibilidad de un sucesor enjundioso, entre otras razones, porque el modelo bonapartista de Ferraz contraindica la especie de los delfines. El sanchismo es el correlato de un modelo de autoridad y de carisma que discrimina la pluralidad y las alternativas. Por definición. Y por coherencia con la voracidad del ‘Manual de resistencia’.
O Sánchez o nada. Ni nadie. Puede entenderse así mejor la congoja con que los socialistas y los satélites de la izquierda observan la decadencia del patrón monclovense y la pujanza de Núñez Feijóo. La mansedumbre de Podemos respecto al maltrato con que Sánchez les ha restregado los presupuestos demuestra hasta qué extremos prevalecen la adhesión y sumisión al único timonel posible. No hay fisuras en la coalición de investidura ni habrá sobresaltos hasta el último día de la legislatura.
Otra cuestión es ‘el día después’. Tiene sentido imaginárselo, por la proliferación de síntomas crepusculares que se amontonan —el ciclo electoral, las encuestas, la crisis económica, la candidatura de Feijóo, el deterioro de Sánchez— y por la repercusión que podría adquirir la derrota de Sánchez en la ‘deforestación’ del Partido Socialista. La noción autoritaria del poder ha desmantelado al PSOE mismo, lo ha desnutrido y desmadejado, hasta el punto de degradarlo a una categoría irreconocible. Unas siglas huecas. Una obra maestra de la taxidermia, como suele decir Ignacio Varela.
Era el precio que puso Sánchez al mérito indiscutible que supuso colocar el estandarte socialista en la Moncloa. El poder que le concedió la militancia frente al sistema le permitió disolver el PSOE, subordinarlo a su jerarquía. Por eso la guardia pretoriana se conforma con mediocres y aduladores. Por idénticos motivos, las purgas cíclicas malogran los ‘aspirantazgos’. Y por la misma razón no se advierte la posibilidad de un heredero con opciones.
Casado temía su propia debilidad y terminó sacrificado por ella. Confundió los recursos del PP con sus conspiradores
O Sánchez o nadie. Ni nada. La ferocidad del sanchismo restringe la oposición interna a las discrepancias ocasionales de los barones, pero ninguno de ellos reúne la envergadura política ni la estructura orgánica para convertirse en candidato verosímil. No existe un partido en el que apoyarse ni emerge una personalidad elocuente. Pedro Sánchez se ha ocupado de neutralizar la competencia. La eventual derrota en las generales trasciende el contratiempo electoral o la alternancia bipartidista. El cráter identificaría a un expresidente con un expartido. Se consumiría uno en el fuego del otro.
La ventaja del PP de Casado consistía en que el partido tenía poco liderazgo y mucho banquillo. Casado temía su propia debilidad y terminó sacrificado por ella. Confundió los recursos del PP con sus conspiradores. Y sintió un complejo de inferioridad que precipitó el cambio de guardia. Feijóo era el sucesor idóneo. Y bien podrían haberlo sido Ayuso o Moreno.
Tiene sentido acordarse del Guerra. No de Alfonso, sino del senequista matador cordobés que hablaba y zahería con sentencias
Ni sucesor ni partido resultan concebibles después de Sánchez. O todo o nada. La eventual o hipotética derrota implica una travesía polar incompatible con la alegoría de brotes verdes, pues tal es la erosión del sanchismo respecto al PSOE y respecto a la sumisión o castración de sus adláteres.
Tiene sentido acordarse del Guerra. No de Alfonso, sino del senequista matador cordobés que hablaba y zahería con sentencias. Y que se jactaba de haber dejado huérfana la tauromaquia desde el día en que decidió retirarse. «Primero yo, después nadie. Y después de nadie, nada».