Ignacio Camacho-ABC

  • Tras el perdón, Sánchez pretende vincular la duración del mandato a la promesa de revisión del modelo de Estado

Después del indulto no viene la crisis de Gobierno. Es decir, sí viene, incluso puede ser antes, pero eso carece de importancia salvo para sus miembros. Los relevos de ministros son el clásico remedio con el que los presidentes tratan de combatir los efectos de un desgaste cuyos responsables reales son ellos. Su impacto de opinión pública dura poco tiempo. La cuestión clave para lo que queda de legislatura es que, tras perdonar a los sediciosos, Sánchez va a negociar una ‘hoja de ruta’ sobre el futuro de Cataluña. Un prusès de baja intensidad para coser la agrietada alianza Frankenstein bajo la premisa de encontrar una salida política al ‘conflicto’ mano a mano con los independentistas recién rescatados de la acción de la justicia. Una fuga hacia adelante con el objetivo de reforzar su bloque de respaldo vinculando la duración del mandato a una promesa de remodelación de la estructura del Estado.

Eso significa, como es obvio, echarse en brazos de un partido (ERC) de deslealtad históricamente probada, tanto durante la República como en la democracia contemporánea. Pero en este momento Moncloa lo considera su única baza, la tabla de salvación ante una derecha reagrupada que ha salido de la pandemia en imprevista posición de ventaja. Sánchez necesita llegar a las elecciones con el nacionalismo de su lado y está dispuesto a ofrecer un pacto de alcance superior a los dos años. Sus recientes declaraciones sobre la concordia y el diálogo apuntan más allá del indulto inmediato: sugieren una propuesta revisionista de medio plazo, una disponibilidad para abrirse a un debate meta-estatutario. Para un dirigente sin proyecto -«Pedro, ¿tú sabes qué es una nación»?-, eso no representa demasiado trabajo; le basta con mantener un estatus de ambigüedad más o menos abstracto y ofrecer a los separatistas un marco pragmático de mutuo amparo, a sabiendas ambas partes de que una de las dos terminará lanzando el carro por las piedras del engaño.

A este respecto no conviene echar en saco roto el aval espontáneo de Zapatero. Lo que se está gestando es una segunda versión de aquel modelo, una ronda de privilegios que el soberanismo puede comprar como recurso intermedio mientras recompone su equilibrio interno. El riesgo para el presidente, y para España, está en la fábula de la rana y el escorpión que siempre vuelve a su naturaleza primaria; le puede más el reflejo que la conveniencia, el instinto que la razón práctica. Y su impulso de ruptura lo invalida como elemento de confianza. No se va a conformar con medidas de gracia, ni con el tercerismo de Iceta, ni siquiera con el retorno de un Puigdemont libre de condena y la absolución europea que el Gobierno secretamente espera; su imaginario colectivo ya no sale del mito de la independencia. Sánchez lo sabe, pero ha decidido que no tiene elección: se sentará a la mesa aunque acabe volteado con ella.