¿Detroit en bancarrota?

RDL FUNDACIÓN CAJA MADRID
JAVIER RUPÉREZ

O de cómo podría desaparecer uno de los principales museos de Estados Unidos

Los cambios experimentados por la economía estadounidense en el curso de los últimos cincuenta años, dictados por el desplazamientos de las manufacturas hacia los servicios, afectados por la globalización e impulsados por una nueva y drástica evaluación de costes comparativos, ha traído consigo una profunda alteración en el paisaje social y humano de agrupaciones urbanas tenidas por prósperas y modélicas hasta hace pocas décadas. Esos cambios han afectado sustancialmente a zonas industriales otrora poderosas y hoy conocidas como parte integrante del llamado rustbelt –el círculo o cinturón del óxido, en fórmula que lo dice todo sobre el origen de la podredumbre– y cuyas mejores, o peores, encarnaciones se encuentran en ciudades como Cleveland (Ohio), Buffalo (Nueva York) y Detroit (Michigan). Sobre todo esta última, convertida en tiempos recientes en paradigma de la decadencia industrial y de sus consecuencias, objetivo preferido para escritores, sociólogos o fotógrafos interesados en la descripción de un panorama en el que la ruina física convive con los testimonios arqueológicos subsistentes de los tiempos de gloria y en el que la meditación casi de manera obligada conduce a una reedición del sic transit gloria mundi.

Detroit llegó a tener cerca de dos millones de habitantes en la década de los cincuenta del siglo XX. Hoy apenas llega a los setecientos mil. Las consecuencias de esa tremenda reducción demográfica, paralela a las declinantes fortunas de los grandes del automóvil que habían tenido su nacimiento y expansión en la ciudad –Ford, General Motors, Chrysler, por no hablar de otros a los que el viento se llevó– han contribuido al agravamiento de la situación financiera de la ciudad, que se ve enfrontada al imposible cumplimiento de sus obligaciones con la pesada carga de una deuda acumulada durante años de dispendio, corrupción e imprevisibilidad. La situación ha llegado a cobrar perfiles dramáticos cuando el gobernador de Michigan, en el marco de sus atribuciones, nombró a principios de 2013 a un administrador gerencial de la ciudad para que, por encima y más allá de la autoridad del alcalde elegido, intente buscar soluciones permanentes al marasmo económico de la corporación. Y entre las alternativas que el gerente baraja se encuentra la de declarar a la ciudad en bancarrota, para con ello y ante el juez correspondiente poder ordenar la forma y cuantía del pago a los acreedores. Aunque no es del todo desconocido el procedimiento de la bancarrota municipal en Estados Unidos, el caso de Detroit se convertiría en el más grande y renombrado de todos ellos, dada la dimensión e historia de la ciudad, y ciertamente serviría para sentar un precedente de todavía imprevistos alcances. Entre otras razones, porque al comenzar el recuento de los haberes de que la municipalidad podría disponer para hacer frente a los acreedores, el gerente ha señalado, por ejemplo, las posesiones del Detroit Institute of Art, cuya venta podría aligerar el peso de las obligaciones pendientes. Y es que el museo –conocido por sus siglas, DIA– es en gran parte propiedad del ayuntamiento de Detroit y, aunque su gestión está encargada a una organización sin ánimo de lucro, antiguas disposiciones de principios del siglo pasado colocan su patrimonio en la cesta del patrimonio ciudadano. Al estupor generado por las declaraciones del gerente –Orr es su nombre, y se trata de un abogado especializado en derecho concursal– han seguido rápidamente los cálculos de lo que podría reportar la venta de la cuarentena de obras más significativas que el museo atesora. Cerca de tres mil millones de dólares, según los expertos. Algo para comenzar.

Para el turista ocasional y poco avisado, la vida museística en Estados Unidos se reduce al Metropolitan Museum en Nueva York y, si acaso, a la National Gallery en Washington, cuando la realidad es que una buena decena de museos en el país merecen ser colocados en lugar destacado entre similares instituciones en todo el mundo y proliferan multitud de instalaciones que, como diría la guía Michelin, «bien merecen un desplazamiento». Entre los primeros sobresalen los de Chicago, Cleveland, Minneapolis, Baltimore, Boston, Los Ángeles, Fort Worth, Filadelfia o Houston. Y Detroit. Entre los segundos, a los que habría que añadir las colecciones privadas que han mantenido su origen –porque el fondo principal de las colecciones estadounidenses procede de colecciones privadas–, se encuentra una miríada de pequeños o medianos museos locales o estatales a los que, siempre siguiendo el método Michelin, valdría la pena echar una ojeada, bien por la calidad de la colección, bien por el acierto de su exhibición, bien por la calidad arquitectónica del edificio donde está albergada, bien por algo de todo ello al mismo tiempo. Por ejemplo, el museo de la ciudad de Indianápolis.

El de Detroit es un excelente museo que alberga colecciones enciclopédicas, que incluye una buena muestra de la pintura universal, que está domiciliado en un bello edificio entre neoclásico y nilótico, buena muestra de ese estilo ecléctico que los estadounidenses, a falta de mejor fórmula, y siempre fascinados por lo francés denominaron Beaux Arts, y que incluye los murales que, por encargo de Edsel Ford, Diego Rivera pintó a principios de la década de los treinta del siglo XX bajo el título genérico de Detroit Industry, la industria de Detroit, impresionante canto a la clase obrera industrial que por aquel entonces poblaba y dominaba los parajes del entorno. Mejor suerte ha corrido el encargo de la dinastía Ford en Detroit que el tristemente reservado para los murales que Nelson Rockefeller había encargado al pintor mexicano para ilustrar el vestíbulo del Rockefeller Center en Nueva York, destruidos tras provocar la ira del magnate, al comprobar que entre los retratados se encontraba Lenin. El mexicano, que para la ocasión se convirtió en filósofo, los había titulado, cual si de Dalí se tratara, Man at the Crossroads Looking with Hope and High Vision to the Choosing of a New and Better Future. Es difícil evaluar si la pérdida queda compensada por el hecho de que fuera el español Sert el encargado de cubrir los espacios que el mexicano no pudo ocupar. Pero ahora, cuando la frialdad actuarial del gerente de la disminuida ciudad de Michigan contempla sin emoción la puesta en valor de los tesoros del DIA, también las gentes se preguntan por los murales de Rivera y su futuro. ¿Están en venta?

Entre lo exótico y lo curioso, la noticia de la eventual almoneda de las colecciones del DIA ha suscitado emociones varias, que oscilan entre las de los miembros de la asociación de museos de Estados Unidos –«las colecciones sólo pueden venderse para realizar nuevas adquisiciones»–, las de los marchantes, que preparan sus ofertas para lo que pudiera venir, la tristeza de los habitantes de Detroit, que ven su patrimonio todavía más empobrecido, y la del propio gerente, que se pregunta de manera nada retórica «si es mejor almacenar una rica colección que nada reporta o hacer frente con el producto de su venta a las necesidades urgentes de una población que necesita escuelas, hospitales, policía y agua corriente». El director del museo, bien a su pesar, reconoce que hay técnicas para extraer los murales de las paredes en que han sido pintados. Y unos y otros reconocen que, en efecto, la propiedad del DIA está en manos municipales y que, si lo peor llega, el gerente estaría en su derecho para incluir las valiosas colecciones en la masa patrimonial de la bancarrota.

A lo mejor la sangre no llega al río, puede evitarse la bancarrota y el Detroit Institute of Art sigue con sus colecciones intactas en una ciudad en trance de recuperación. Porque las grandes empresas del automóvil, después de un largo y doloroso período de reestructuración, están en vías de retornar a la senda del beneficio, porque los mismos responsables municipales están adoptando medidas para disminuir el coste de mantener una ciudad vacía y destruida, y porque la misma magnitud del acontecimiento está forzando una respuesta local, estatal y federal para evitar las consecuencias letales del desastre. Pero nada está escrito y la brutal llamada a la realidad del administrador municipal tiene poco de aviso y mucho de recordatorio final. No lo ha dicho, pero se le entendió perfectamente: hasta aquí hemos llegado.

Hoy, Detroit es una ciudad en gran medida fantasmal, poblada por ruinas faraónicas, casas deshechas, calles de imposible recorrido, una atmósfera de estupefacta desolación: «Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora campos de soledad, fueron un tiempo Itálica famosa». Urbanistas hay que predican para lo que queda en estado catatónico una destrucción sistemática, de manera que se evite la continuación del pillaje sistemático y la consiguiente criminalidad, al tiempo que se procede a la reagrupación poblacional y a la reducción de una red de servicios hoy inútiles. Pero las deudas no esperan y el gerente tiene razón y obligación en plantear con urgencia los caminos necesarios para hacerles frente. ¿Caerá con ello el museo de Detroit? Que hasta la fecha haya subsistido e incluso florecido, en una paisaje urbano que lo tiene casi como único punto de referencia, no deja de ser un milagro cívico. ¿Quedan fuerzas o recursos suficientes para que, cual si de una película de Frank Capra se tratara, un ángel viniera al final para salvar a la benemérita institución? Se admiten apuestas. Pero el horizonte, que nadie se engañe, está cualquier cosa menos despejado. Y a la postre, como mantenían los escolásticos y, sin saberlo, repite hoy el gerente municipal, la gente es más dada a la vida que a la filosofía. Que los que amen el arte y tengan medios para cultivar su afecto no descarten un apresurado viaje a Detroit. No sea que resten pocas oportunidades para contemplar en su integridad uno de los más bellos ejemplares de la museística estadounidense. Es un tres estrellas Michelin. Por lo menos.