IGNACIO CAMACHO, ABC 26/01/14
· El Estado tiene el imperativo moral de hacer que todas las víctimas se sientan titulares de una deuda imprescriptible.
Las víctimas siempre tienen razón… incluso cuando no la tienen. Por su intrínseca condición de testimonio sacrificial y de depositarios de un dolor causado de manera injusta y arbitraria, sus deudos gozan del derecho al respeto hasta en el caso de que se ofusquen o se equivoquen. Los de las víctimas en general y muy en particular los de las víctimas del terrorismo, cuyo sufrimiento nos representa a todos en la medida en que, como bien escribe Aurelio Arteta, sus familiares fueron abatidos en nuestro lugar, bien porque representaban al Estado o porque el azar los situó en un destino fatal que podía haber correspondido a cualquiera de nosotros. El ataque que sufrieron estaba dirigido a la democracia entera, lo que nos convierte al resto de los ciudadanos en supervivientes de un holocausto de intencionalidad política, de un designio de exterminio totalitario. Por eso, si deseamos considerarnos una sociedad moralmente sana, todo lo que concierne a las víctimas debe incumbirnos y todo lo que les duela ha de afectarnos.
En este sentido resulta una pésima noticia la división de los colectivos de víctimas y la afligida sensación de desamparo que muchas de ellas experimentan ante las excarcelaciones de etarras y la evidente crecida del brazo civil del terrorismo. La ruptura de esa unidad vestal es un éxito indiscutible del bando que apoya la continuidad política del proyecto de ETA y un consecuente fracaso del relato del sufrimiento.
Algo ha fallado en la cohesión moral de la conciencia democrática cuando el cese de la violencia criminal ha desembocado en esta fractura entre los receptores del daño. Los motivos concretos de la discordia importan menos que la evidencia del peligro crucial que significa la propia aparición de una grieta de recelo. A este respecto el escenario post-terrorista está ahora mismo en el punto en que lo soñaban los filoetarras: al borde de una quiebra de confianza que crea dudas en el triunfo de la justicia y suscita malentendidos, pesadumbre y desasosiego.
La delicadeza de este conflicto no estriba en su espuma de alharaca política sino en su fondo de decepción sentimental. En ningún sitio está escrito que las víctimas tengan que respaldar al Gobierno, pero sí es un imperativo ético del Gobierno ofrecer amparo a las víctimas. Y aunque es posible que algunas de éstas se hayan dejado llevar por una cierta ofuscación envenenada de suspicacias resulta perentorio que el Estado las haga sentirse a todas titulares de una deuda imprescriptible. No se trata de una disputa por un puñado de votos sino del sentido último del valor de un sacrificio terminal, escalofriante, de vidas rotas.
Para que el modelo terrorista no perviva a la etapa armada es imprescindible que prevalezca el discurso de la superioridad moral de la resistencia. Y no habrá paz verdadera mientras esa herida primordial continúe supurando amargura.
IGNACIO CAMACHO, ABC 26/01/14