Editorial-El Correo

  • Contener la necesidad de financiación de España, que alcanza un nuevo récord, es ineludible y requerirá algún tipo de ajuste

El pujante crecimiento de la economía, apoyado en el tirón del turismo, ha convertido a España en el inesperado motor de la Unión Europea. Además, su mercado laboral muestra una espectacular fortaleza que ha elevado la ocupación a niveles récord, lo que ha permitido aguantar el consumo incluso en los momentos de mayor tensión inflacionaria. No obstante, la proliferación de contratos a tiempo parcial -reflejada en la evolución de las horas trabajadas- y de fijos discontinuos invita a contener la euforia en ese ámbito. El magnífico comportamiento de la actividad y del empleo no impide que nuestro país mantenga desequilibrios estructurales que está obligado a corregir no solo porque así lo imponga el restablecimiento de las reglas fiscales en la UE, suspendidas desde la pandemia para impulsar la actividad, sino por la pesada carga que suponen y porque, de lo contrario, tendrá más difícil hacer frente a crisis futuras.

Uno de esos desequilibrios es una deuda gigantesca que no para de aumentar por el desfase entre el gasto público y los ingresos. A finales de junio se situó en 1,625 billones de euros, un nuevo récord histórico. Representa así el 108,2% del PIB, tres puntos por encima del objetivo del Gobierno para este ejercicio. Ese ratio ha descendido siete décimas en el segundo trimestre. No porque el volumen total se haya reducido -en realidad ha engordado en 56.239 millones en un año-, sino por el efecto de un Producto Interior Bruto más elevado gracias al brío de la economía y a la escalada del IPC. El repunte del endeudamiento era inevitable ante la necesaria aplicación de políticas expansivas frente a las consecuencias del covid y de la guerra en Ucrania. Pero no puede ser ilimitado como si antes o después no hubiese que afrontar su pago. Más aún: reducir su cuantía resulta obligado para acercarse al techo fijado por Bruselas: el 60% del PIB. Una meta inalcanzable a corto plazo, pero a la que es preciso aproximarse, lo que por muy flexible que sea la UE implicará algún tipo de ajuste.

El Gobierno carece de un plan específico para avanzar en esa dirección. Confía, además, en que el empuje de la actividad -por encima de las previsiones más optimistas- y su reflejo en la recaudación fiscal rebajen el déficit hasta el 3% este año y al 2,5% comprometido con la UE el próximo sin aplicar recortes, algo que cuestionan numerosos expertos. Unos nuevos Presupuestos en 2025, cuya aprobación no es segura, deberían servir de ayuda en esa tarea.